2 de abril.
Quinto Domingo de Cuaresma

PRIMERA LECTURA.

Lectura del profeta Ezequiel 37, 12-14.

Así dice el Señor: «Yo mismo abriré vuestros sepulcros, y os haré salir de vuestros sepulcros, pueblo mío, y os traeré a la tierra de Israel. Y, cuando abra vuestros sepulcros y os saque de vuestros sepulcros, pueblo mío, sabréis que soy el Señor. Os infundiré mi espíritu, y viviréis; os colocaré en vuestra tierra y sabréis que yo, el Señor, lo digo y lo hago.»

SALMO RESPONSORIAL. Salmo 129.

Antífona: Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa.

Desde lo hondo a ti grito, Señor; Señor, escucha mi voz;
estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica.

Si llevas cuenta de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir?
Pero de ti procede el perdón, y así infundes respeto.

Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra;
mi alma aguarda al Señor, más que el centinela a la aurora.
Aguarde Israel al Señor como el centinela a la aurora.

Porque del Señor viene la misericordia, la redención copiosa;
y él redimirá a Israel de todos sus delitos.

SEGUNDA LECTURA.

Lectura de la carta del apóstol San Pablo a los Romanos 8, 8-11.

Hermanos:

Los que viven sujetos a la carne no pueden agradar a Dios. Pero vosotros no estáis sujetos a la carne, sino al espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene el Espíritu de Cristo no es de Cristo.

Pues bien, si Cristo está en vosotros, el cuerpo está muerto por el pecado, pero el espíritu vive por la justificación obtenida. Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros.

EVANGELIO.

Lectura del santo Evangelio según San Juan 11, 3-7. 17. 20-27. 33b-45. (Breve)

En aquél tiempo, las hermanas mandaron recado a Jesús, diciendo: «Señor, tu amigo está enfermo.» Jesús, al oírlo, dijo: «Esta enfermedad no acabará en la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella.»

Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Cuando se enteró de que estaba enfermo, se quedó todavía dos días en donde estaba. Sólo entonces dice a sus discípulos: «Vamos otra vez a Judea.»

Cuando Jesús llegó, Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado. Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María se quedaba en casa. Y dijo Marta a Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá.»

Jesús le dijo: «Tu hermano resucitará.»

Marta respondió: «Sé que resucitará en la resurrección del último día.»

Jesús le dice: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?»

Ella le contestó: «Sí, Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo.»

Jesús sollozó y, muy conmovido, preguntó «¿Dónde lo habéis enterrado?»

Le contestaron: «Señor, ven a verlo.» Jesús se echó a llorar. Los judíos comentaban: «¡Cómo lo quería!» Pero algunos dijeron: «Y uno que le ha abierto los ojos a un ciego, ¿no podía haber impedido que muriera éste?»

Jesús, sollozando de nuevo, llega al sepulcro. Era una cavidad cubierta con una losa. Dice Jesús: «Quitad la losa.»

Marta, la hermana del muerto, le dice: «Señor, ya huele mal, porque lleva cuatro días.»

Jesús le dice: «¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?»

Entonces quitaron la losa. Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo: «Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado.» Y dicho esto, gritó con voz potente: «Lázaro, ven afuera.»

El muerto salió, los pies y las manos atados con vendas, y la cara envuelta en un sudario. Jesús les dijo: «Desatadlo y dejadlo andar.»

Y muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él.

Comentario a la Palabra:

TRES KILÓMETROS
DE BETANIA A JERUSALÉN

Avanzamos hacia la noche gloriosa de Pascua. En el corazón de la oscuridad la comunidad creyente se reúne en torno a una hoguera, la bendice y comparte ese fuego, su luz y calor, su fragilidad. Especialmente si hay niños portando esa luz y hace aire. Insistentemente encienden su vela, que el viento les apaga durante la procesión. Pero ellos insisten, quieren que su pequeño cirio brille. Bendecir, cantar, orar, caminar en el corazón de la noche, porque su Amor es un Fuego.

Por repetida que sea esa experiencia, siempre me impresiona y me habla. Hay en el ser humano un deseo de Luz y Vida que la comunidad cristiana celebra en torno a Jesús de Nazaret. En Él hemos encontrado una invitación a vivir como portadores de vida, de luz  de eternidad.

Estos últimos domingos las catequesis que la Iglesia propone a todas las comunidades, nos presentan a Jesús como quien puede saciar nuestra más profunda sed, como el que puede alumbrar nuestra peregrinación porque Él es luz para todos, luz del mundo. Y este quinto domingo, como el hombre capaz de amar a sus amigos y amigas y llorar ante su sufrimiento. Jesús compartiendo la humanidad tan humana de sus amigos.

Como tantas personas de nuestro tiempo, podríamos quedarnos en las lágrimas ante la tumba, en los minutos de silencio, en la queja recurrente, en el dramatismo de la situación. Podríamos echarle en cara a Jesús … “llegas tarde”, instalarnos en el reproche. A veces nos experimentamos así, incapaces de trascender la situación. No queriendo o no pudiendo ir más lejos. Los más desconcertados por su dolor se atreven a culparlo a Él: “¿Si Dios existe, cómo permite estas situaciones de dolor y de muerte?” Y ante el reproche, Él llora. Comparte ese íntimo dolor, sin dejarle tener la palabra definitiva. No basta con las lágrimas, hay que ir más allá. Es nuestro riesgo, como el de Jesús que se aproxima a la ciudad que mata a los profetas.

El Evangelio de este quinto domingo de Cuaresma, nos sitúa en ese contexto de dolor y muerte, porque no estaba presente “el amigo”.

Marta, María, toda la comunidad, tienen un encuentro con Jesús en la muerte de Lázaro. Las lágrimas de Jesús nos recuerdan que esa es una puerta por la que vamos a pasar todos. Incluso Jesús.

Me sorprende la actitud de tantos ayuntamientos que, cuando en su ciudad se realiza un crimen machista,  la cosa se soluciona con unos minutos de silencio y un aplauso. No nos atrevemos a quitar la losa del sepulcro, no estamos sabiendo impedir que la situación se siga “pudriendo”. Mucha palabrería, pero no acertamos a quitar esa losa que oprime tantas vidas. Muchas reuniones en torno a la guerra de Siria, pero incapaces de impedir tanto dolor y sufrimiento. El ser humano instalado en la generación de opresión y de muerte. Durante el año 2016, en esa frontera que es el Mediterráneo, murieron más de cinco mil personas. Ante tanta realidad similar … ¿qué podemos hacer?, ¿cómo no quedarnos en la sola información?.

En ese contexto suenan este domingo las palabras de Jesús:   “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?.

Y al igual que Dios dijo a Abraham: “Sal de tu tierra”, Jesús grita: “Lázaro, sal fuera”. Durante toda nuestra existencia cada uno de nosotros somos el Lázaro invitado a salir del lugar de la no vida.

No, Jesús no nos quiere instalados en la muerte, sino libres, capaces de ir más lejos. Sin vendajes que impidan abrazar y caminar. Trascendiendo todo. Elevándolo. ¿Y dónde está la fuente de esta fuerza que hay en Jesús?. En la vida que viene de la gloria de Dios. Él ha puesto ahí su mirada y su oración.

Esa gloria es que los seres humanos vivan. Creer es no dejarle a la muerte la última palabra, sino estar ahí plenos del dinamismo que genera la amistad, el cariño amical, el amor más profundamente humano. Abiertos a lo que nos trasciende y nos hace libres, capaces de abandonar y superar los lugares de muerte.

Quizás para comprenderlo desde el corazón, a veces tendremos que, como Jesús, aproximarnos a lo que pone en riesgo nuestra propia vida. Sí, sólo hay tres kilómetros de Betania a Jerusalén.