« No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien »
CIUDAD DEL VATICANO, jueves, 16 diciembre 2004 (ZENIT.org).- Publicamos el Mensaje de Juan Pablo II con motivo de la celebración de la Jornada Mundial de la Paz, que tendrá lugar el 1 de enero de 2005, publicado este jueves con el lema «No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien».
MENSAJE DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II PARA LA CELEBRACIÓN DE LA JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
 
    1. Al comienzo del nuevo año, dirijo una vez más la palabra a los responsables 
    de las Naciones y a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, sabedores 
    de lo necesario que es construir la paz en el mundo. He elegido como tema 
    para la Jornada Mundial de la Paz 2005 la exhortación de san Pablo en la Carta 
    a los Romanos: « No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con 
    el bien » (12,21). No se supera el mal con el mal. En efecto, quien obra así, 
    en vez de vencer al mal, se deja vencer por el mal. 
    
    La perspectiva indicada por el gran Apóstol subraya una verdad de fondo: la 
    paz es el resultado de una larga y dura batalla, que se gana cuando el bien 
    derrota al mal. Ante el dramático panorama de los violentos enfrentamientos 
    fratricidas que se dan en varias partes del mundo, ante los sufrimientos indecibles 
    e injusticias que producen, la única opción realmente constructiva es detestar 
    el mal con horror y adherirse al bien (cf. Rm 12,9), como sugiere también 
    san Pablo. 
    
    La paz es un bien que se promueve con el bien: es un bien para las personas, 
    las familias, las Naciones de la tierra y para toda la humanidad; pero es 
    un bien que se ha de custodiar y fomentar mediante iniciativas y obras buenas. 
    Se comprende así la gran verdad de otra máxima de Pablo: « Sin devolver a 
    nadie mal por mal » (Rm 12,17). El único modo para salir del círculo vicioso 
    del mal por el mal es seguir la exhortación del Apóstol: « No te dejes vencer 
    por el mal; antes bien, vence al mal con el bien » (Rm 12,21). 
    
    El mal, el bien y el amor 
    2. La humanidad ha tenido desde sus orígenes la trágica experiencia del mal 
    y ha tratado de descubrir sus raíces y explicar sus causas. El mal no es una 
    fuerza anónima que actúa en el mundo por mecanismos deterministas e impersonales. 
    El mal pasa por la libertad humana. Precisamente esta facultad, que distingue 
    al hombre de los otros seres vivientes de la tierra, está siempre en el centro 
    del drama del mal y lo acompaña. El mal tiene siempre un rostro y un nombre: 
    el rostro y el nombre de los hombres y mujeres que libremente lo eligen. La 
    Sagrada Escritura enseña que en los comienzos de la historia, Adán y Eva se 
    rebelaron contra Dios y Caín mató a su hermano Abel (cf. Gn 3-4). Fueron las 
    primeras decisiones equivocadas, a las que siguieron otras innumerables a 
    lo largo de los siglos. Cada una de ellas conlleva una connotación moral esencial, 
    que implica responsabilidades concretas para el sujeto que las toma e incide 
    en las relaciones fundamentales de la persona con Dios, con los demás y con 
    la creación. 
    
    Al buscar los aspectos más profundos, se descubre que el mal, en definitiva, 
    es un trágico huir de las exigencias del amor.[1] El bien moral, por el contrario, 
    nace del amor, se manifiesta como amor y se orienta al amor. Esto es muy claro 
    para el cristiano, consciente de que la participación en el único Cuerpo místico 
    de Cristo instaura una relación particular no sólo con el Señor, sino también 
    con los hermanos. La lógica del amor cristiano, que en el Evangelio es como 
    el corazón palpitante del bien moral, llevado a sus últimas consecuencias, 
    llega hasta el amor por los enemigos: « Si tu enemigo tiene hambre, dale de 
    comer; y si tiene sed, dale de beber » (Rm 12,20). 
    
    La « gramática » de la ley moral universal 
    3. Al contemplar la situación actual del mundo no se puede ignorar la impresionante 
    proliferación de múltiples manifestaciones sociales y políticas del mal: desde 
    el desorden social a la anarquía y a la guerra, desde la injusticia a la violencia 
    y a la supresión del otro. Para orientar el propio camino frente a la opuesta 
    atracción del bien y del mal, la familia humana necesita urgentemente tener 
    en cuenta el patrimonio común de valores morales recibidos como don de Dios. 
    Por eso, a cuantos están decididos a vencer al mal con el bien san Pablo los 
    invita a fomentar actitudes nobles y desinteresadas de generosidad y de paz 
    (cf. Rm 12,17-21). 
    
    Hace ya diez años, hablando a la Asamblea General de las Naciones Unidas sobre 
    la tarea común al servicio de la paz, hice referencia a la « gramática » de 
    la ley moral universal,[2] recordada por la Iglesia en sus numerosos pronunciamientos 
    sobre esta materia. Dicha ley une a los hombres entre sí inspirando valores 
    y principios comunes, si bien en la diversidad de culturas, y es inmutable: 
    « subsiste bajo el flujo de las ideas y costumbres y sostiene su progreso 
    [...]. Incluso cuando se llega a renegar de sus principios, no se la puede 
    destruir ni arrancar del corazón del hombre. Resurge siempre en la vida de 
    individuos y sociedades ».[3] 
    
    4. Esta común gramática de la ley moral exige un compromiso constante y responsable 
    para que se respete y promueva la vida de las personas y los pueblos. A su 
    luz no se puede dejar de reprobar con vigor los males de carácter social y 
    político que afligen al mundo, sobre todo los provocados por los brotes de 
    violencia. En este contexto, ¿cómo no pensar en el querido Continente africano 
    donde persisten conflictos que han provocado y siguen provocando millones 
    de víctimas? ¿Cómo no recordar la peligrosa situación de Palestina, la tierra 
    de Jesús, donde no se consigue asegurar, en la verdad y en la justicia, las 
    vías de la mutua comprensión, truncadas a causa de un conflicto alimentado 
    cada día de manera preocupante por atentados y venganzas? Y, ¿qué decir del 
    trágico fenómeno de la violencia terrorista que parece conducir al mundo entero 
    hacia un futuro de miedo y angustia? En fin, ¿cómo no constatar con amargura 
    que el drama iraquí se extiende por desgracia a situaciones de incertidumbre 
    e inseguridad para todos? 
    
    Para conseguir el bien de la paz es preciso afirmar con lúcida convicción 
    que la violencia es un mal inaceptable y que nunca soluciona los problemas. 
    « La violencia es una mentira, porque va contra la verdad de nuestra fe, la 
    verdad de nuestra humanidad. La violencia destruye lo que pretende defender: 
    la dignidad, la vida, la libertad del ser humano ».[4] Por tanto, es indispensable 
    promover una gran obra educativa de las conciencias, que forme a todos en 
    el bien, especialmente a las nuevas generaciones, abriéndoles al horizonte 
    del humanismo integral y solidario que la Iglesia indica y desea. Sobre esta 
    base es posible dar vida a un orden social, económico y político que tenga 
    en cuenta la dignidad, la libertad y los derechos fundamentales de cada persona. 
    
    
    El bien de la paz y el bien común 
    5. Para promover la paz, venciendo al mal con el bien, hay que tener muy en 
    cuenta el bien común[5] y sus consecuencias sociales y políticas. En efecto, 
    cuando se promueve el bien común en todas sus dimensiones, se promueve la 
    paz. ¿Acaso puede realizarse plenamente la persona prescindiendo de su naturaleza 
    social, es decir, de su ser « con » y « para » los otros? El bien común le 
    concierne muy directamente. Concierne a todas las formas en que se realiza 
    su carácter social: la familia, los grupos, las asociaciones, las ciudades, 
    las regiones, los Estados, las comunidades de pueblos y de Naciones. De alguna 
    manera, todos están implicados en el trabajo por el bien común, en la búsqueda 
    constante del bien ajeno como si fuera el propio. Dicha responsabilidad compete 
    particularmente a la autoridad política, a cada una en su nivel, porque está 
    llamada a crear el conjunto de condiciones sociales que consientan y favorezcan 
    en los hombres y mujeres el desarrollo integral de sus personas.[6] 
    
    El bien común exige, por tanto, respeto y promoción de la persona y de sus 
    derechos fundamentales, así como el respeto y promoción de los derechos de 
    las Naciones en una perspectiva universal. Como dice el Concilio Vaticano 
    II: « De la interdependencia cada vez más estrecha y extendida paulatinamente 
    a todo el mundo se sigue que el bien común [...] se hace hoy cada vez más 
    universal y por ello implica derechos y deberes que se refieren a todo el 
    género humano. Por lo tanto, todo grupo debe tener en cuenta las necesidades 
    y aspiraciones legítimas de los demás grupos; más aún, debe tener en cuenta 
    el bien común de toda la familia humana ».[7] El bien de la humanidad entera, 
    incluso el de las futuras generaciones, exige una verdadera cooperación internacional, 
    con las aportaciones de cada Nación.[8] 
    
    Sin embargo, las concepciones claramente restrictivas de la realidad humana 
    transforman el bien común en un simple bienestar socioeconómico, carente de 
    toda referencia trascendente y vacío de su más profunda razón de ser. El bien 
    común, en cambio, tiene también una dimensión trascendente, porque Dios es 
    el fin último de sus criaturas.[9] Además, los cristianos saben que Jesús 
    ha iluminado plenamente la realización del verdadero bien común de la humanidad. 
    Ésta camina hacia Cristo y en Él culmina la historia: gracias a Él, a través 
    de Él y por Él, toda realidad humana puede llegar a su perfeccionamiento pleno 
    en Dios. 
    
    El bien de la paz y el uso de los bienes de la tierra 
    6. Dado que el bien de la paz está unido estrechamente al desarrollo de todos 
    los pueblos, es indispensable tener en cuenta las implicaciones éticas del 
    uso de los bienes de la tierra. El Concilio Vaticano II ha recordado que « 
    Dios ha destinado la tierra y todo cuanto ella contiene para uso de todos 
    los hombres y pueblos, de modo que los bienes creados deben llegar a todos 
    en forma equitativa bajo la guía de la justicia y el acompañamiento de la 
    caridad ».[10] 
    
    La pertenencia a la familia humana otorga a cada persona una especie de ciudadanía 
    mundial, haciéndola titular de derechos y deberes, dado que los hombres están 
    unidos por un origen y supremo destino comunes. Basta que un niño sea concebido 
    para que sea titular de derechos, merezca atención y cuidados, y que alguien 
    deba proveer a ello. La condena del racismo, la tutela de las minorías, la 
    asistencia a los prófugos y refugiados, la movilización de la solidaridad 
    internacional para todos los necesitados, no son sino aplicaciones coherentes 
    del principio de la ciudadanía mundial. 
    
    7. El bien de la paz se ha de considerar hoy en estrecha relación con los 
    nuevos bienes provenientes del conocimiento científico y del progreso tecnológico. 
    También éstos, aplicando el principio del destino universal de los bienes 
    de la tierra, deben ser puestos al servicio de las necesidades primarias del 
    hombre. Con iniciativas apropiadas de ámbito internacional se puede realizar 
    el principio del destino universal de los bienes, asegurando a todos —individuos 
    y Naciones— las condiciones básicas para participar en el desarrollo. Esto 
    es posible si se prescinde de las barreras y los monopolios que dejan al margen 
    a tantos pueblos.[11] 
    
    Además, se garantizará mejor el bien de la paz si la comunidad internacional 
    se hace cargo, con mayor sentido de responsabilidad, de los comúnmente llamados 
    bienes públicos. Se trata de aquellos bienes de los que todos los ciudadanos 
    gozan automáticamente, aun sin haber hecho una opción precisa por ellos. Es 
    lo que ocurre, por ejemplo, en el ámbito nacional, con bienes como el sistema 
    judicial, la defensa y la red de carreteras o ferrocarriles. En el mundo de 
    hoy, tan afectado por el fenómeno de la globalización, son cada vez más numerosos 
    los bienes públicos que tienen un carácter global y, consecuentemente, aumentan 
    también de día en día los intereses comunes. Baste pensar en la lucha contra 
    la pobreza, la búsqueda de la paz y la seguridad, la preocupación por los 
    cambios climáticos, el control de la difusión de las enfermedades. La comunidad 
    internacional tiene que responder a estos intereses con un red cada vez más 
    amplia de acuerdos jurídicos que reglamenten el uso de los bienes públicos, 
    inspirándose en los principios universales de la equidad y la solidaridad. 
    
    
    8. El principio del destino universal de los bienes permite, además, afrontar 
    adecuadamente el desafío de la pobreza, sobre todo teniendo en cuenta las 
    condiciones de miseria en que viven aún más de mil millones de seres humanos. 
    La comunidad internacional se ha puesto como objetivo prioritario, al principio 
    del nuevo milenio, reducir a la mitad el número de dichas personas antes de 
    terminar el año 2015. La Iglesia apoya y anima este compromiso e invita a 
    los creyentes en Cristo a manifestar, de modo concreto y en todos los ámbitos, 
    un amor preferencial por los pobres.[12] 
    El drama de la pobreza está en estrecha conexión con el problema de la deuda 
    externa de los Países pobres. A pesar de los logros significativos conseguidos 
    hasta ahora, la cuestión no ha encontrado todavía una solución adecuada. Han 
    pasado quince años desde que llamé la atención de la opinión pública sobre 
    el hecho de que la deuda externa de los Países pobres está « conectada con 
    un gran número de otros temas, como el de las inversiones en el extranjero, 
    el trabajo equitativo de las principales instituciones internacionales, el 
    precio de las materias primas, etc. ».[13] Las recientes medidas para reducir 
    las deudas, que han tenido más en cuenta las exigencias de los pobres, han 
    mejorado sin duda la calidad del crecimiento económico. No obstante, por una 
    serie de factores, dicho crecimiento resulta todavía insuficiente cuantitativamente, 
    especialmente para alcanzar los objetivos propuestos al inicio del milenio. 
    Los Países pobres se encuentran aún en un círculo vicioso: las rentas bajas 
    y el crecimiento lento limitan el ahorro y, a su vez, las reducidas inversiones 
    y el uso ineficaz del ahorro no favorecen el crecimiento. 
    
    9. Como afirmó el Papa Pablo VI, y como yo mismo he recordado, el único remedio 
    verdaderamente eficaz para permitir a los Estados afrontar la dramática cuestión 
    de la pobreza es dotarles de los recursos necesarios mediante financiaciones 
    externas —públicas y privadas—, otorgadas en condiciones accesibles, en el 
    marco de las relaciones comerciales internacionales, reguladas de manera equitativa.[14] 
    Es, pues, necesaria una movilización moral y económica, que respete los acuerdos 
    tomados en favor de los Países pobres, por un lado, y por otro dispuesta también 
    a revisar dichos acuerdos cuando la experiencia demuestre que son demasiado 
    gravosos para ciertos países. En esta perspectiva, es deseable y necesario 
    dar un nuevo impulso a la ayuda pública para el desarrollo y, no obstante 
    las dificultades que puedan presentarse, estudiar las propuestas de nuevas 
    formas de financiación para el desarrollo.[15] Algunos gobiernos están considerando 
    atentamente medidas esperanzadoras en este sentido, iniciativas significativas 
    que se han de llevar adelante de modo multilateral y respetando el principio 
    de subsidiaridad. Es necesario también controlar que la gestión de los recursos 
    económicos destinados al desarrollo de los Países pobres siga criterios escrupulosos 
    de buena administración, tanto por parte de los donantes como de los destinatarios. 
    La Iglesia alienta estos esfuerzos y ofrece su contribución. Baste citar, 
    por ejemplo, la valiosa aportación que dan las numerosas agencias católicas 
    de ayuda y de desarrollo. 
    
    10. Al finalizar el Gran Jubileo del año 2000, en la Carta apostólica Novo 
    millennio ineunte he señalado la urgencia de una nueva imaginación de la caridad 
    [16] para difundir en el mundo el Evangelio de la esperanza. Eso se hace evidente 
    sobre todo cuando se abordan los muchos y delicados problemas que obstaculizan 
    el desarrollo del Continente africano: piénsese en los numerosos conflictos 
    armados, en las enfermedades pandémicas, más peligrosas aún por las condiciones 
    de miseria, en la inestabilidad política unida a una difusa inseguridad social. 
    Son realidades dramáticas que reclaman un camino radicalmente nuevo para África: 
    es necesario dar vida a nuevas formas de solidaridad, bilaterales y multilaterales, 
    con un mayor compromiso por parte de todos y tomando plena conciencia de que 
    el bien de los pueblos africanos representa una condición indispensable para 
    lograr el bien común universal. 
    
    Es de desear que los pueblos africanos asuman como protagonistas su propia 
    suerte y el propio desarrollo cultural, civil, social y económico. Que África 
    deje de ser sólo objeto de asistencia, para ser sujeto responsable de un modo 
    de compartir real y productivo. Para alcanzar tales objetivos es necesaria 
    una nueva cultura política, especialmente en el ámbito de la cooperación internacional. 
    Quisiera recordar una vez más que el incumplimiento de las reiteradas promesas 
    relativas a la ayuda pública para el desarrollo y la cuestión abierta aún 
    de la pesada carga de la deuda internacional de los Países africanos y la 
    carencia de una consideración especial con ellos en las relaciones comerciales 
    internacionales, son graves obstáculos para la paz, y por tanto deben ser 
    afrontados y superados con urgencia. Para lograr la paz en el mundo es determinante 
    y decisivo, hoy más que nunca, tomar conciencia de la interdependencia entre 
    Países ricos y pobres, por lo que « el desarrollo o se convierte en un hecho 
    común a todas las partes del mundo, o sufre un proceso de retroceso aún en 
    las zonas marcadas por un constante progreso ».[17] 
    
    Universalidad del mal y esperanza cristiana 
    11. Ante tantos dramas como afligen al mundo, los cristianos confiesan con 
    humilde confianza que sólo Dios da al hombre y a los pueblos la posibilidad 
    de superar el mal para alcanzar el bien. Con su muerte y resurrección, Cristo 
    nos ha redimido y rescatado pagando « un precio muy alto » (cf. 1 Co 6,20; 
    7,23), obteniendo la salvación para todos. Por tanto, con su ayuda todos pueden 
    vencer al mal con el bien. 
    
    Con la certeza de que el mal no prevalecerá, el cristiano cultiva una esperanza 
    indómita que lo ayuda a promover la justicia y la paz. A pesar de los pecados 
    personales y sociales que condicionan la actuación humana, la esperanza da 
    siempre nuevo impulso al compromiso por la justicia y la paz, junto con una 
    firme confianza en la posibilidad de construir un mundo mejor. 
    
    Si es cierto que existe y actúa en el mundo el « misterio de la impiedad » 
    (2 Ts 2,7), no se debe olvidar que el hombre redimido tiene energías suficientes 
    para afrontarlo. Creado a imagen de Dios y redimido por Cristo que « se ha 
    unido, en cierto modo, con todo hombre »,[18] éste puede cooperar activamente 
    a que triunfe el bien. La acción del « espíritu del Señor llena la tierra 
    » (Sb 1,7). Los cristianos, especialmente los fieles laicos, « no pueden esconder 
    esta esperanza simplemente dentro de sí. Tienen que manifestarla incluso en 
    las estructuras del mundo por medio de la conversión continua y de la lucha 
    “contra los poderes de este mundo de tinieblas, contra los espíritus del mal” 
    (Ef 6,12) ».[19] 
    
    12. Ningún hombre, ninguna mujer de buena voluntad puede eximirse del esfuerzo 
    en la lucha para vencer al mal con el bien. Es una lucha que se combate eficazmente 
    sólo con las armas del amor. Cuando el bien vence al mal, reina el amor y 
    donde reina el amor reina la paz. Es la enseñanza del Evangelio, recordada 
    por el Concilio Vaticano II: « La ley fundamental de la perfección humana, 
    y por ello de la transformación del mundo, es el mandamiento nuevo del amor».[20] 
    
    
    Esto también es verdad en el ámbito social y político. A este respecto, el 
    Papa León XIII escribió que quienes tienen el deber de proveer al bien de 
    la paz en las relaciones entre los pueblos han de alimentar en sí mismos e 
    infundir en los demás « la caridad, señora y reina de todas las virtudes».[21] 
    Los cristianos han de ser testigos convencidos de esta verdad; han de saber 
    mostrar con su vida que el amor es la única fuerza capaz de llevar a la perfección 
    personal y social, el único dinamismo posible para hacer avanzar la historia 
    hacia el bien y la paz. 
    
    En este año dedicado a la Eucaristía, los hijos de la Iglesia han de encontrar 
    en el Sacramento supremo del amor la fuente de toda comunión: comunión con 
    Jesús Redentor y, en Él, con todo ser humano. En virtud de la muerte y resurrección 
    de Cristo, sacramentalmente presentes en cada Celebración eucarística, somos 
    rescatados del mal y capacitados para hacer el bien. Gracias a la vida nueva 
    que Él nos ha dado, podemos reconocernos como hermanos, por encima de cualquier 
    diferencia de lengua, nacionalidad o cultura. En una palabra, por la participación 
    en el mismo Pan y el mismo Cáliz, podemos sentirnos « familia de Dios » y 
    al mismo tiempo contribuir de manera concreta y eficaz a la edificación de 
    un mundo fundado en los valores de la justicia, la libertad y la paz. 
    
    Vaticano, 8 de diciembre de 2004. 
    
    JUAN PABLO II 
    
    
    Notas 
    [1] San Agustín afirma a este respecto: « Dos amores han dado origen a dos 
    ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el 
    amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo, la celestial » (De Civitate Dei, 
    XIV, 28). 
    [2] Cf. Discurso para el 50o aniversario de fundación de la ONU (5 octubre 
    1995), 3: Insegnamenti, XVIII, 2 (1995), 732. 
    [3] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1958. 
    [4] Homilía en Drogheda, Irlanda (29 septiembre 1979), 9: AAS 71 (1979), 1081. 
    
    [5] Según una vasta acepción, por bien común se entiende « el conjunto de 
    aquellas condiciones de vida social que permiten a los grupos y a cada uno 
    de sus miembros conseguir más plena y fácilmente su propia perfección »: Conc. 
    Ecum. Vat. II, Cons. past. Gaudium et spes, 26. 
    [6] Cf. Juan XXIII, Enc. Mater et magistra: AAS 53 
    (1961), 417. 
    [7] Cons. past. Gaudium et spes, 26. 
    [8] Cf. Juan XXIII, Enc. Mater et magistra: AAS 53 
    (1961), 421. 
    [9] Cf. Enc. Centesimus annus, 41: AAS 83 (1991), 844. 
    [10] Cons. past. Gaudium et spes, 69. 
    [11] Cf. Enc. Centesimus annus, 35: AAS 80 (1988), 837. 
    [12] Cf. Enc. Sollicitudo rei socialis, 42: AAS 80 (1988), 572. 
    [13] Discurso a los participantes en la Semana de Estudios organizada por 
    la Pontificia Academia de las Ciencias ( 27 octubre 1989), 6: Insegnamenti 
    XII/2 (1989), 1050. 
    [14]Cf. Pablo VI, Enc. Populorum progressio, 56-61: AAS 59 (1967), 285- 287; 
    Juan Pablo II, Enc. Sollicitudo rei socialis, 33-34: AAS 80 (1988) 557-560. 
    
    [15]Cf. Mensaje al Presidente del Consejo Pontificio « Justicia y Paz »: L'Osservatore 
    Romano, ed. semanal en lengua española (16 julio 2004), p. 3. 
    [16] Cf. n. 50: AAS 93 (2001), 303. 
    [17] Enc. Sollicitudo rei socialis, 17: AAS 80 (1988), 532. 
    [18] Conc. Ecum. Vat. II, Cons. past. Gaudium et spes, 22. 
    
    [19] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 35. 
    [20] Cons. past. Gaudium et spes, 38. 
    [21] Enc. Rerum novarum: Acta Leonis XIII, 11 (1892), 143; cf. Benedicto 
    XV, Enc. Pacem Dei: AAS 12 (1920), 215. 
    
    [Traducción distribuida por la Sala de Prensa de la Santa Sede]