Curso AyC sobre el ConcilioVaticano II . Lección 12

La Liturgia

(Presentación del documento conciliar sobre liturgia)

F. Javier Elizari, redentorista

La liturgia y, en especial, su acto cumbre, la Eucaristía es la expresión más visible, frecuente y numerosa de la comunidad creyente reunida en torno a Jesús. Ahora bien, hasta el Vaticano II, las celebraciones litúrgicas llevaban el cuño del concilio de Trento, bajo cuya estela se diseñó una liturgia totalmente alejada del pueblo, alejamiento bien reflejado en dos signos muy elocuentes. El latín, incomprendido por el pueblo cristiano, era la lengua utilizada en la misa y en los sacramentos. Las misas se celebraban de espalda al pueblo asistente. Pío X, Pío XI y Pío XII habían realizado algunas reformas parciales valiosas, pero el conjunto del bloque tridentino seguía vigente. Era, por lo tanto, absolutamente necesaria la creación de una nueva liturgia. Y se daban circunstancias propicias para ello.

En varios países europeos, no en España, existía un vigoroso movimiento litúrgico renovador en el que trabajaban codo con codo numerosos expertos. Unos eran buenos conocedores de la rica y compleja historia de la liturgia cristiana; otros, dotados de un fino sentido pastoral, apuntaban las líneas fundamentales de unas nuevas celebraciones que fueran viva experiencia de fe. Gracias a ellos, una parte del episcopado y no pocas comunidades cristianas aspiraban a una liturgia renovada.

Con este favorable telón de fondo, y a diferencia de lo sucedido con casi todas las comisiones preparatorias del Vaticano II, la comisión preparatoria de liturgia redactó un estupendo texto que sería, en gran parte, asumido por la mayoría conciliar. Debatido y votado en las dos primeras sesiones del concilio, otoño de 1962 y 1963, la Constitución sobre la Sagrada Liturgia fue el primer documento conciliar promulgado el 4 de diciembre de 1963. Ese mismo día había sido votado previamente con 2162 votos a favor y 4 en contra.

Breve presentación de la Constitución

La Constitución conciliar es un documento especial. No nos ha entregado el edificio de la nueva liturgia ya construido y dispuesto para ser habitado, sino unos magníficos planos para su construcción. Es una especie de ley-marco o carta magna para una liturgia renovada de arriba abajo. En dicho texto podemos distinguir dos partes, de muy desigual importancia y valor. El capítulo primero (la primera parte) establece los grandes principios generales que han de inspirar la reforma y el fomento de la liturgia renovada. Aquí está el meollo de la nueva liturgia y marcado con claridad el rumbo a seguir. Los seis capítulos restantes se centran en las distintas áreas de la liturgia: Eucaristía (cap. II), demás sacramentos (cap. III), oficio divino o rezo de las horas (cap. IV), año litúrgico (cap. V), música sagrada  (cap. VI), arte y objetos sagrados (cap. VII). Para ellas el concilio da una serie de directrices o normas, con frecuencia muy genéricas, en ocasiones, más concretas.

La nueva liturgia, resultante del concilio, es para muchísimos católicos el gran o el único signo de la novedad del Vaticano II. Y, sin embargo, la Constitución de Liturgia es un documento sencillo y, en conjunto, de fácil lectura. Cuanto en ella se dice es, por lo general, normal, de sentido común. Incluso, con alguna frecuencia, sus afirmaciones, recomendaciones o normas suenan a propuestas tímidas, alicortas, con la ventaja de que, al no ser rígidas, han dejado las puertas abiertas para que muchos cambios se introdujeran sin estridencias. Quizás este estilo modesto se debe al hecho de ser el primer documento debatido y aprobado en el concilio. Probablemente, si hubiera sido aprobado en la tercera o cuarta sesión conciliar, el tenor del texto hubiera sido menos cauto.

A continuación, presentaré los principios generales trazados por el concilio para la nueva liturgia para, posteriormente, de entre las directrices conciliares sobre seis áreas litúrgicas, fijarme brevemente en algunas para la Eucaristía y los sacramentos. Y al final, el breve apéndice con la posición del concilio acerca de una fecha fija para la Pascua y sobre un hipotético calendario perpetuo.      

Principios generales para la nueva liturgia

El núcleo de la Constitución de Liturgia se encuentra en el capítulo primero titulado “principios generales para la reforma y fomento de la liturgia”. Ahí, en verdad, está el comienzo de la nueva liturgia del Vaticano II. Por eso, cuando el 7 de diciembre de 1962, la asamblea conciliar dio un voto abrumador favorable a este capítulo enmendado según las sugerencias de los obispos (1922 sí, 180 sí con algunas propuestas de enmiendas y 11 no), el gran teólogo dominico, P. Congar en su diario saludó con alborozo este cambio: “algo irreversible se ha producido en la Iglesia” a través de la liturgia.

El contenido de este capítulo fundamental podría resumirse en cinco puntos: 1. La participación activa, principio catalizador. 2. Reforma de los libros y ritos litúrgicos. 3. Importancia de la Palabra de Dios. 4. Lengua de la liturgia. 5. Adaptación a la mentalidad y tradiciones de los pueblos y descentralización litúrgica.

Principio catalizador: la participación activa

La participación activa y consciente es, al mismo tiempo, el gran objetivo perseguido y un criterio básico a la hora de la reforma, educación y fomento de la liturgia. Siendo ésta una acción de la Iglesia, el pueblo de Dios, y no únicamente el sacerdote, es el sujeto de ella, respetando la diferencia de funciones. La participación consciente, activa, piadosa no es una concesión del clero, es un derecho y un deber de cada cristiano en virtud de su bautismo y puede realizarse de múltiples formas: la palabra dicha, el canto, las acciones, gestos y posturas corporales. También el silencio en algunos momentos puede convertirse en un signo elocuente de participación. 

Para favorecer la participación activa es muy importante promover la educación litúrgica así como lograr una buena reforma de los libros y ritos litúrgicos, pero esta gran obra es sólo la partitura. El concierto tiene lugar cuando en parroquias, iglesias u otros lugares de reunión de la comunidad logramos buenas celebraciones, expresiones gozosas de la fe e invitación a prolongar el testimonio creyente en los caminos de la vida ordinaria.

Reforma de los libros y ritos litúrgicos

Para facilitar el gran objetivo buscado en la nueva liturgia, la participación activa, el concilio consideró imprescindible la reforma a fondo de los libros y ritos litúrgicos, de modo que éstos brillaran por su transparencia, sencillez y brevedad, sin repeticiones inútiles, sin precisar muchas explicaciones. Siendo esta reforma enormemente compleja, no podía llevarse a cabo en el concilio sino sólo después de él. De hecho, el trabajo colosal de reformar los libros y ritos litúrgicos fue realizado por numerosos equipos de representantes de toda la Iglesia, con particular presencia de personas expertas en todos los temas y aspectos abordados. Entre 1964 y 1975 se fueron publicando casi todos los libros y ritos litúrgicos reformados. Los principales son el nuevo Misal (1969), los rituales de los distintos sacramentos publicados a lo largo de una serie de años y el oficio divino o rezo de las horas.

Importancia de la Palabra de Dios

“La importancia de la Sagrada Escritura en la celebración de la liturgia es máxima” (n. 24). Esta afirmación, válida para todos los actos litúrgicos, tiene su máxima vigencia en la Eucaristía, en la que se ha de de preparar con mayor abundancia la mesa de la Palabra de Dios. Y para que esta Palabra pueda desarrollar toda su fuerza transformadora de la comunidad celebrante, ha habido que derribar el telón de acero del latín que impedía el acceso físico a dicha Palabra.    

Lengua de la liturgia

La lengua latina era un gigantesco obstáculo para el gran objetivo de la nueva liturgia, la participación activa. Ya en el siglo XVI, una de las sabias medidas de la Reforma de Lutero fue la introducción de las lenguas del pueblo en la liturgia. El hecho de que los protestantes adoptaran esta práctica se convirtió en una razón de peso para que el Concilio de Trento reaccionara aferrándose al latín. Y así hemos seguido hasta el Vaticano II.

El debate sobre la lengua fue el más largo y caliente de todos los sucedidos en materia de liturgia. Se enfrentaban dos posiciones. Una reducida minoría defendió a uñas y dientes la tesis de la conservación del latín como lengua única o dominante con los argumentos más variados e imaginativos, algunos aparentemente razonables y otros históricamente falsos y rayando en el ridículo. La abrumadora mayoría conciliar, con gran sensatez y con elemental sentido pastoral, abrió el camino a las lenguas populares. La primera norma sobre la lengua nos parece un jarro de agua fría en los propósitos renovadores del concilio: “Se conservará el uso de la lengua latina en los ritos latinos, salvo derecho particular” (36 &1). Pero la excepción apuntada (“salvo derecho particular”) y las competencias de las conferencias episcopales en cuanto al uso de las lenguas populares hicieron que poco después el latín como lengua de la liturgia estuviera prácticamente enterrado, salvo celebraciones en Roma y pocas más. Así había desaparecido un gran obstáculo a la participación activa.

Adaptación y descentralización

Muchos Padres conciliares, especialmente de los territorios de misión, pidieron el final de una rígida uniformidad litúrgica y defendieron con éxito la adaptación de los libros y ritos litúrgicos a la mentalidad, tradiciones y costumbres de sus pueblos, con la única limitación de las exigencias derivadas de la fe y del bien de la comunidad. Lógicamente, esta actitud tenía como complemento una notable descentralización. Hasta el Vaticano II, incluso los mínimos cambios litúrgicos estaban reservados a la Congregación de Ritos, de la Curia Romana. El concilio, con gran cordura, ha procedido a una notable descentralización, reconociendo en muchas cuestiones la competencia de las autoridades episcopales territoriales, sea Conferencias Episcopales nacionales o continentales, por ejemplo, el CELAM en América Latina y organismos parecidos en África o en Oriente.

Directrices conciliares para las diferentes áreas de la liturgia

Hasta ahora nuestra atención se ha centrado en el capítulo primero de la Constitución de Liturgia, el fundamental y programático para la nueva liturgia. En los seis restantes, de interés infinitamente menor, se abordan áreas particulares de la liturgia. Eucaristía (cap. II), demás sacramentos (cap. III), Oficio Divino o rezo de las horas (cap. IV), año litúrgico (cap. V), música sagrada (cap. VI), arte y objeto sagrados (cap. VII). En estos capítulos se ofrecen, en ocasiones, algunos puntos doctrinales, pero dominan lo que podríamos llamar directrices o normas concretas, en orden a la reforma de libros y ritos en esas áreas litúrgicas. De ese variado conjunto, destacaré algunos puntos sobre la Eucaristía y los demás sacramentos. Los capítulos sobre la música sagrada, el arte y los objetos sagrados, tal como están, quizás parezcan impropios de la “solemnidad” de un concilio ecuménico. Probablemente unas breves declaraciones más genéricas hubieran sido más apropiadas.

Eucaristía. Destaco las siguientes medidas de la Constitución: oferta mayor de lecturas bíblicas, la homilía, obligatoria en algunas misas y recomendada en general, restablecimiento de la oración común o de los fieles. No se habla explícitamente de la Plegaria eucarística. En cambio, sí se dan normas sobre dos cuestiones que podríamos calificar de secundarias en el conjunto, la concelebración y la comunión bajo las dos especies, cuya extensión se deja a juicio de los obispos. Un observador razonable no entiende bien cómo sobre estas dos prácticas que parecen normales y lógicas, pudieron originarse en el aula conciliar debates tan encendidos. Eran otros tiempos.

Sacramentos. Sólo anoto que la Constitución da más precisiones sobre la reforma de tres sacramentos: el bautismo, la santa unción y el matrimonio. Respecto a la penitencia se expresa con extrema y cauta brevedad. “Revísense el rito y las fórmulas de la penitencia, de modo que expresen con mayor claridad la naturaleza y el efecto del sacramento”.

Fijación de la Pascua y calendario civil perpetuo

En un apéndice de la Constitución figura una declaración conciliar sobre estos dos temas. El concilio no se opone a fijar la Pascua en un domingo determinado en el calendario gregoriano si dan su asentimiento todos los interesados. Tampoco se opone a una hipotética introducción de un calendario perpetuo en la sociedad civil siempre que se garantice la semana de siete días con el domingo.

Las grandes directrices para la reforma y el fomento de la liturgia, dadas por el concilio, la obra colosal de reforma de los libros y ritos litúrgicos, realizada por centenares de personas, son, como antes dije, una buena partitura en su conjunto, aunque con algunos temas menos inspirados. Ahora nos corresponde a las comunidades cristianas, a todos, el dar un “buen concierto”, con celebraciones litúrgicas vivas, participadas, llenas de sentido religioso que no terminan en la puerta de la iglesia sino que se prolongan en la vida de cada día.