19 de febrero. Domingo séptimo del T.O.

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PRIMERA LECTURA

Lectura del libro de Isaías 43, 18-19. 21-22. 24b-25.

Así dice el Señor: «No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis? Abriré un camino por el desierto, ríos en el yermo, para apagar la sed del pueblo que yo formé, para que proclamara mi alabanza. Pero tú no me invocabas, Jacob, ni te esforzabas por mí, Israel; me avasallabas con tus pecados y me cansabas con tus culpas. Yo, yo era quien por mi cuenta borraba tus crímenes y no me acordaba de tus pecados.»

SEGUNDA LECTURA

Lectura de la segunda carta del apóstol San Pablo a los Corintios 1, 18-22

Hermanos:

¡Dios me es testigo! La palabra que os dirigimos no fue primero «sí» y luego «no».
Cristo Jesús, el Hijo de Dios, el que Silvano, Timoteo y yo os hemos anunciado, no fue primero «sí» y luego «no»; en él todo se ha convertido en un «sí»; en él todas las promesas han recibido un «sí». Y por él podemos responder: «Amén» a Dios, para gloria suya.

Dios es quien nos confirma en Cristo a nosotros junto con vosotros. Él nos ha ungido, él nos ha sellado, y ha puesto en nuestros corazones, como prenda suya, el Espíritu.

EVANGELIO.

Lectura del santo Evangelio según San Marcos 2, 1-12.

Cuando a los pocos días volvió Jesús a Cafarnaún, se supo que estaba en casa.
Acudieron tantos que no quedaba sitio ni a la puerta. Él les proponía la palabra.
Llegaron cuatro llevando un paralítico y, como no podían meterlo, por el gentío, levantaron unas tejas encima de donde estaba Jesús, abrieron un boquete y descolgaron la camilla con el paralítico.

Viendo Jesús la fe que tenían, le dijo al paralítico: «Hijo, tus pecados quedan perdonados.»

Unos escribas, que estaban allí sentados, pensaban para sus adentros: «¿Por qué habla éste así? Blasfema. ¿Quién puede perdonar pecados, fuera de Dios?»
Jesús se dio cuenta de lo que pensaban y les dijo: «¿Por qué pensáis eso? ¿Qué es más fácil: decirle al paralítico ‘tus pecados quedan perdonados’ o decirle ‘levántate, coge la camilla y echa a andar’? Pues, para que veáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados…»

Entonces le dijo al paralítico: «Contigo hablo: Levántate, coge tu camilla y vete a tu casa.»

Se levantó inmediatamente, cogió la camilla y salió a la vista de todos. Se quedaron atónitos y daban gloria a Dios, diciendo: «Nunca hemos visto una cosa igual.»


Que el pasado no te detenga

La intención de la Iglesia al presentar emparejados, en la liturgia de hoy, los textos de Marcos e Isaías es provocar nuestra reflexión sobre el perdón de los pecados.

Dios, ya en el Antiguo Testamento, se presenta como un Dios que perdona, y de una manera más generosa, incluso, que cómo nosotros, los creyentes en el Nuevo Testamento, lo imaginamos a veces: “Yo, yo era quien por mi cuenta borraba tus crímenes y no me acordaba de tus pecados”. Dios que se apresta a “borrar los pecados” por su cuenta, adelantándose al arrepentimiento del pecador.

Para expresar la experiencia del pecado utilizamos imágenes como “mancha”, “desviación”, “tropiezo”, “infracción”, “caída”, ... Hablamos también del “peso” sobre la conciencia, del lastre de nuestro pasado, de un fardo que nos encorva, de una rémora que no nos permite seguir avanzando.

Cuando Jerusalén fue destruida en el año 586 a.C. y su población deportada, los judíos achacaron esta desgracia a su propio pecado. Asumieron su parte de responsabilidad en el desastre de la nación. Aceptar la parte de culpa que nos corresponde es el primer paso para salir de las crisis, pues nos permite recuperar una percepción realista de la situación y un sentido de la propia libertad. Sin este reconocimiento no puede haber liberación ni para las personas ni para los pueblos.

Pero el reconocer la propia culpa no basta. Aferrarnos a las espinas del pasado nos puede hundir en una culpabilidad enfermiza. Al principio del Exilio en Babilonia, los israelitas reconocieron que habían cometido graves injusticias e interpretaron su cautiverio como un castigo divino. Pero era tiempo ya de dar un paso más.

El texto de la primera lectura, que los exegetas atribuyen a un autor anónimo de la época del Exilio Babilónico, invita a dejar atrás el pasado: “No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo”. Dios se ha adelantado a perdonarles el pecado, su pasado ha dejado de ser un lastre. El perdón de Dios hace posible el futuro: “Mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis?”.

Retomando lo mejor de la historia de su pueblo, el profeta recrea las imágenes del Éxodo: Dios que liberó a los israelitas de la esclavitud en Egipto, va a volver a salvarlo. Ya les muestra el camino que, atravesando el desierto, les conducirá de regreso a su patria: “Abriré un camino por el desierto, ríos en el yermo, para apagar la sed del pueblo que yo formé, para que proclamara mi alabanza”

El pasado se convierte así en un trampolín, en una pista de despegue hacia el futuro. Dios se ocupa de lo que en ella aparece como carga.

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Respondiendo a la creencia popular de aquel tiempo, el relato del evangelio presenta la parálisis como una consecuencia del pecado. Es cierto que algunas enfermedades pueden ser consecuencia de estados de ánimo turbulentos, pero sabemos que muchas veces no hay ninguna correspondencia entre culpa y enfermedad: muchos santos han sufrido graves enfermedades (San Alfonso padeció durante gran parte de su vida una fuerte artritis) y grandes tiranos han llegado sanos a una avanzada edad. El mismo evangelio se encarga, en otro lugar, de negar esta correspondencia entre pecado y enfermedad (cfr. Jn 9,3). Aquí, sin embargo, Marcos juega con imagen de la parálisis como metáfora de la culpa, de la carga que nos inmoviliza.

La parálisis del enfermo contrasta con la capacidad de iniciativa de sus cuatro amigos. Aunque el evangelio no nos informa sobre su edad, nos los imaginamos como gente joven a la que no hay nada que los pare. ¿La puerta está bloqueada? Pues a por el techo.
El ideal del “hombre hecho a sí mismo” interpreta la aceptación de ayuda como una humillación. Pero el paralítico no es empequeñecido por sus amigos. Todo lo contrario. En la fe sucede algo similar: No creemos en solitario. La comunidad cristiana está llamada a ser una red de amistad en que unos somos sostenidos por otros. Yo puedo estar paralizado, pero otros pueden llevarme en camilla.

La escena que sigue es de las más complejas y sorprendentes del evangelio. Los cuatro jóvenes desmontan el techo y excavan el agujero que permitirá descolgar a su amigo. Imaginémoslo:

Estamos en una habitación no muy grande, la audiencia de Jesús está formada de una masa compacta de cuerpos humanos apiñados. Por las ventanucas que dan al patio se asoman más rostros humanos sudorosos. Las palabras de Jesús tienen un efecto hipnótico: a pesar de la multitud que abarrota la sala, sólo se oye su voz. De repente, un hilillo de polvo cae del techo, un ruido como de algo que se raspa. Al principio nadie se fija, pero tan pronto como un rayo de luz rompe el techo se hace inevitable alzar la mirada. Ahora una polvareda terrosa inunda la habitación. Las gente mira asombrada, un niño se echa a reír al descubrir el rostro de su hermano sobre el techo. El dueño de la casa lo calla con una mirada, de esas que matan. Jesús parece divertirse con la escena. Por fin, desciende una camilla. Al posarse sobre el hombre recostado, la mirada de Jesús se transforma: ¿compasión? ¿admiración? ¿cariño?

“Tus pecados son perdonados...” Descubrimos a los fariseos, siempre ahí, sentados cómodamente en una esquina de la habitación. La superioridad de quien lo sabe todo, la desaprobación se refleja en sus rostros: “¿Quién puede perdonar pecados sino sólo uno, Dios?” El evangelista Marcos, un adicto de las ironías, dibuja así a los enemigos de Jesús pronunciando sin querer una confesión de fe.

Finalmente, el enfermo se levanta, toma su camilla y echa a andar. Nada le paraliza, nada le detiene. Fuera de la casa, sus cuatro amigos se unen a él. Caminan abrazados, con paso firme, hacia su hogar.

Como Israel, que regresó del Exilio a su patria, haciendo que se cumpla la promesa del profeta.

También nosotros, depositando nuestro pasado en el corazón del Dios que cura las heridas de nuestra memoria y transforma nuestras profundidades, podemos levantarnos y echar a andar. El futuro nos espera.