3 de febrero.
IV Domingo del Tiempo Ordinario

PRIMERA LECTURA

Lectura de la profecía de Sofonías 2,3; 3, 12-13.

Buscad al Señor, los humildes, que cumplís sus mandamientos; buscad la justicia, buscad la moderación, quizá podáis ocultaros el día de la ira del Señor.

«Dejaré en medio de ti un pueblo pobre y humilde, que confiará en el nombre del Señor.

El resto de Israel no cometerá maldades, ni dirá mentiras, ni se hallará en su boca una lengua embustera; pastarán y se tenderán sin sobresaltos.»

SALMO RESPONSORIAL.  Salmo 145.  

Antífona: El Señor es compasivo y misericordioso.

 El Señor mantiene su fidelidad perpetuamente,
él hace justicia a los oprimidos, él da pan a los hambrientos. 
El Señor liberta a los cautivos.

El Señor abre los ojos al ciego,
el Señor endereza a los que ya se doblan,
el Señor ama a los justos, el Señor guarda a los peregrinos.

Sustenta al huérfano y a la viuda
y trastorna el camino de los malvados. 
El Señor reina eternamente, tu Dios, Sión, de edad en edad.

SEGUNDA LECTURA.

Lectura de la primera carta del apóstol San Pablo a los Corintios 1, 26-31

Hermanos:

Fijaos en vuestra asamblea, no hay en ella muchos sabios en lo humano, ni muchos poderosos, ni muchos aristócratas; todo lo contrario, lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios, y lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar el poder.

Aún más, ha escogido la gente baja del mundo, lo despreciable, lo que no cuenta para anular a lo que cuenta, de modo que nadie pueda gloriarse en presencia del Señor.

Por él vosotros sois en Cristo Jesús, en este Cristo que Dios ha hecho para nosotros sabiduría, justicia, santificación y redención.

Y así –como dice la Escritura- «el que se gloríe, que se gloríe en el Señor».

EVANGELIO.

Lectura del santo Evangelio según San Mateo 5, 1-12a.

En aquél tiempo, al ver Jesús el gentío, subió a la montaña, se sentó, y se acercaron sus discípulos; y él se puso a hablar, enseñándoles:

«Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.

Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la tierra.

Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados.

Dichosos los que tienen hambre y sed de  la justicia, porque ellos quedarán saciados.

Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.

Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.

Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos se llamarán los Hijos de Dios.

Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.

Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa.  Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo.

Comentario a la Palabra

¿Lo pillas?

“Bienaventurados los pobres…” No es la primera ni la segunda vez que escuchamos estas palabras, ¿pero qué quieren decir? Y sobre todo, ¿cómo vivirlas?

En una buena biblioteca de Teología los libros sobre las bienaventuranzas ocupan varias estanterías. Hay sesudas tesis doctorales sobre unas frases que Jesús dirigió a un auditorio compuesto casi enteramente por analfabetos. Pero es que no resulta tan fácil ponerse en el pellejo de esos primeros seguidores de Jesús.

De entrada, está el problema del idioma. ¿Cómo traducir “makarios”, la palabra griega que usa el Nuevo Testamento? ¿O “ashré”, el vocablo arameo que probablemente pronunció Jesús?

La versión más tradicional es “bienaventurados”, término perfectamente correcto en cuanto a significado, pero que hoy nadie utiliza. La gente no va por ahí diciendo: “¡Oh cuán bienaventurados sois!”. Es el tipo de palabra que hace que el lenguaje religioso parezca como de otro planeta.

Porque la gente en tiempo de Jesús sí solía utilizar en su vida corriente este tipo de expresiones que los exegetas llaman “makarismos”.  Eran fórmulas de felicitación o alabanza. Lo más parecido hoy sería: “¡Enhorabuena!” o “Te felicito porque…”.

Traducciones más modernas de la Biblia, – la versión de la liturgia, por ejemplo – han optado por utilizar “dichosos” o “felices” en lugar de “bienaventurados”. Al fin y al cabo, todos queremos ser felices. Lo que no está tan claro es en qué consiste eso de ser feliz.

Los antiguos usaban los makarismos para ensalzar el honor de alguien. Lo del honor parece como otra cosa del pasado, una palabra salida de una película de gladiadores o de samuráis.  En el mundo del Nuevo Testamento, el honor era algo muy importante: expresaba la dignidad de una persona en cuanto socialmente reconocida.

Lo que más preocupaba a aquella gente de aquella época no era la “búsqueda de la felicidad” sacralizada en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, sino el honor, es decir, la propia dignidad y valía; y ésta reconocida por los demás.

Hasta aquí sobre la primera palabra: “Dichosos”; vamos con la segunda: “pobres”. En el original griego de los evangelios encontramos “ptojoi”, un adjetivo que expresa mucho más que la falta de dinero.

De hecho, la lengua griega tiene otra palabra distinta para nombrar a aquellos que aún con pocos recursos económicos llevaban una vida digna – “penetes” – ; pero  Jesús no llama “dichosos” a estos “pobres pero honrados”, sino a los “ptojoi”, aquellos a los que la desgracia les ha privado de todo, hasta de honra: los mendigos, las prostitutas, los niños de la calle, los campesinos sin tierra.

En la versión de Lucas de las bienaventuranzas, más sucinta y directa, Jesús dice: “Dichosos los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios”. Detrás de esta bienaventuranza, encontramos la mirada contemplativa de Jesús que reconoce la dignidad de toda persona, especialmente  la de los considerados por todos como desechos humanos.

Jesús vino a anunciar que todo hombre y mujer tiene la dignidad de ser hijo e hija de Dios. Y se lo dijo especialmente a aquellos que no tenían a nadie que se lo recordase, a los hanbían llegado a creerse ellos mismo que no son valiosos. Les viene a decir: “Sois preciosos a los ojos de Dios”.

En la versión de Mateo el contemplativo pasa a la acción, la constatación de la dignidad de todo ser humano llega a ser propuesta de nuevos valores.

El evangelio del domingo pasado narraba el comienzo de la misión de Jesús y nos ofrecía un resumen de su mensaje: “¡Convertíos! El Reino de los Cielos está cerca”. O para ser más exactos: “El Reino de los Cielos se ha acercado”. “Engyken” es el tiempo pasado del verbo “acercarse”: “El Reino se ha acercado”.

La imagen es como la de un vagón de tren que entra en la estación, y una vez que “se ha acercado”, se detiene junto al andén y abre las puertas delante de ti. El Reino se ha acercado y te invita. Si quieres, puedes subirte.

Ahora bien, las reglas en este tren son distintas a las que rigen en la ciudad. Aquí no cuenta el dinero que tengas en tu cuenta corriente, lo que importa es reconocer tu propia pobreza y abrirte al compartir con los que no tienen ni lo imprescindible.

En estos extraños vagones del Reino no dan “glamour” las fiestas con la gente guapa; los que quieren estar a la última buscan la compañía de los enfermos, los que sufren, los que lloran, los excluidos.  

Tener hambre y sed de justicia o trabajar por la paz son las profesiones más demandadas. Los extraños viajeros de este tren no se esfuerzan por estar más delgados o más cachas, se entrenan para ser más misericordiosos.  Tener un corazón limpio cuenta más que ser inteligente o divertido. Pero los que realmente son admirados son los perseguidos por causa de la justicia. ¡Esos sí que marcan tendencia!

Mientras nos pensamos si vamos a subirnos, el tren sigue en el andén con sus puertas abiertas. ¡Conviértete! ¡Se ha acercado el Reino de Dios!