28 de febrero. II Domingo de Cuaresma

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PRIMERA LECTURA.

Lectura del libro del Génesis 15, 5-12. 17-18

En aquellos días, Dios sacó afuera a Abrán y le dijo: «Mira al cielo; cuenta las estrellas, si puedes.» 

Y añadió: «Así será tu descendencia.» 

Abrán creyó al Señor, y se le contó en su haber. El Señor le dijo: «Yo soy el Señor, que te sacó de Ur de los Caldeos, para darte en posesión esta tierra.» 

Él replicó: «Señor Dios, ¿cómo sabré yo que voy a poseerla?» 

Respondió el Señor: «Tráeme una ternera de tres años, una cabra de tres años, un carnero de tres años, una tórtola y un pichón.» 

Abrán los trajo y los cortó por el medio, colocando cada mitad frente a la otra, pero no descuartizó las aves. Los buitres bajaban a los cadáveres, y Abrán los espantaba. Cuando iba a ponerse el sol, un sueño profundo invadió a Abrán, y un terror intenso y oscuro cayó sobre él.  El sol se puso, y vino la oscuridad; una humareda de horno y una antorcha ardiendo pasaban entre los miembros descuartizados.  Aquel día el Señor hizo alianza con Abrán en estos términos: «A tus descendientes les daré esta tierra, desde el río de Egipto al Gran Río Éufrates.»

SALMO RESPONSORIAL. Salmo 26.

Antífona: El Señor es mi luz y mi salvación

El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?
El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?

Escúchame, Señor, que te llamo; ten piedad, respóndeme.
Oigo en mi corazón: «Buscad mi rostro.»

Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro.
No rechaces con ira a tu siervo, que tú eres mi auxilio.

Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida.
Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor.

SEGUNDA LECTURA. 

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Filipenses 3, 17—4, 1

Seguid mi ejemplo, hermanos, y fijaos en los que andan según el modelo que tenéis en nosotros.  Porque, como os decía muchas veces, y ahora lo repito con lágrimas en los ojos, hay muchos que andan como enemigos de la cruz de Cristo: su paradero es la perdición; su Dios, el vientre; su gloria, sus vergüenzas. Sólo aspiran a cosas terrenas. 
Nosotros, por el contrario, somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo.  Él transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso, con esa energía que posee para sometérselo todo. Así, pues, hermanos míos queridos y añorados, mi alegría y mi corona, manteneos así, en el Señor, queridos.

EVANGELIO.

Lectura del santo Evangelio según San Lucas 9, 28b-36

En aquel tiempo, Jesús cogió a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto de la montaña, para orar. Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos. 

De repente, dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que, apareciendo con gloria, hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén.

Pedro y sus compañeros se caían de sueño; y, espabilándose, vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él. Mientras éstos se alejaban, dijo Pedro a Jesús: «Maestro, qué bien se está aquí. Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.» 

No sabía lo que decía. Todavía estaba hablando, cuando llegó una nube que los cubrió. Se asustaron al entrar en la nube. Una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el escogido, escuchadle.» 

Cuando sonó la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por el momento, no contaron a nadie nada de lo que habían visto.

Comentario a la Palabra:

¡Cuenta las estrellas!

Contar estrellas no es una tarea difícil en Madrid. El número de las que se pueden ver es tan reducido que bastan los dedos de las manos. Otra cosa totalmente distinta sucede en el desierto africano. Cuando visité la misión de Bermó, en el norte de Níger, sin una luz artificial que mancillase la oscuridad en muchos kilómetros a la redonda, las estrellas cuajaban cielo. Nadie podría contarlas. Ese es el espectáculo de contemplaba cada noche Abrahán, y que nosotros hemos sustituido por una pantalla.

Cada noche, bajo esa miríada de estrellas, Abrahán soñaba. Sin hijos y ya viejo, aún se atrevía a soñar. Y Dios le habló: “Mira al cielo; cuenta las estrellas, así será tu descendencia”.

El deseo de ser fecundo es uno de los más hondos que nos habitan. Hay algo en nosotros que busca expresarse y que nos lleva a estudiar, trabajar, formar una familia, poner en marcha proyectos. Este impulso es una promesa y una tarea, un don y una responsabilidad.

Hay quien ha decidido no soñar y sólo aspira a que le dejen en paz. A vivir haciendo lo menos posible mientras mantiene, con el mínimo esfuerzo, una apariencia de trabajo y respetabilidad. Huyen del caos que implica toda vida nueva. Todo tiene que estar en su sitio, bien etiquetado. Cuando las noches están perfectamente iluminadas, las estrellas se olvidan de salir.

Abrahán y Sara, ancianos y sin hijos, se abren a lo que apenas pueden comprender. Acogen temblando, casi sin podérselo creer, el ofrecimiento de Dios de ser padres. Hay promesas que requieren toda una vida para ser cumplidas; algunas, incluso más.  Miles de años tras su muerte, más de tres mil millones de musulmanes, judíos y cristianos confesamos ser “hijos de Abrahán”, y seguimos escuchando sus viejas historias de arameo errante.

Pedro, Santiago y Juan están con Jesús en el Monte. Lo que narran tiene también el tono de lo onírico, tanto, que algunos exegetas interpretan que lo que les sucedió a los tres discípulos fue una experiencia de trance. Lo que soñaron en aquella montaña no era, como en el caso de Abrahán, su propio sueño. Era algo que ni siquiera estaban en grado de imaginar.

Desde que tenía 17 años, había ido numerosas veces a la Comunidad de Taizé en verano, junto a jóvenes que venían de todos los países de Europa y más allá. En cierto modo, era nuestro Tabor, el momento de compartir con otros nuestros sueños y proyectos, la oración y la búsqueda de Dios. Para mí fue un shock subir a aquella colina por primera vez después de cumplir los treinta años. En los grupos de adultos, la gente compartía su vida, tantas veces marcada por las decepciones y el sufrimiento. Entendí el precio que había que pagar para mantener vivos nuestros sueños.

Pedro, Santiago y Juan no podían comprender entonces. Nosotros casi tampoco, porque la traducción que nos propone el leccionario elimina un importante matiz. Moisés y Elías conversan con Jesús y hablan de su “éxodo”, que iba a culminarse en Jerusalén. (Los médicos, en su lenguaje deliberadamente ininteligible, usan aún hoy en este sentido la palabra “exitus” –equivalente latino del griego “exodos”-. Si les oyes decir: “Hemos tenido un éxitus en mesa de operaciones”, no se te ocurra felicitarles. El enfermo “ha salido” de esta vida).

Jesús está iniciando un Éxodo, como el que vivió el pueblo de Israel. Los discípulos son invitados a salir de la Galilea que conocen y emprender un camino que les llevará a Jerusalén, pero lo que están a punto de vivir no es sólo un itinerario físico, sino una transformación que les marcará para siempre. En la Ciudad Santa, Jesús será arrestado, torturado y crucificado, y a los tres días resucitará. Como en un tráiler se les permite vislumbrar el final: Cristo transfigurado en plena luz.

Al iniciar esta Cuaresma, como para prevenirnos contra las inútiles autoflagelaciones y los golpes de pecho, la liturgia nos recuerda con este evangelio que estamos en una peregrinación hacia la Pascua de la luz. Dios que se nos ofrece la posibilidad de alcanzar una plenitud que ni siquiera podemos imaginar.

Jacob, el nieto de Abrahán, tuvo que huir de su hermano furibundo que quería matarle por haberle robado la primogenitura. Al iniciar su largo viaje, también tuvo un sueño: Vio una escalera y a los ángeles de Dios subir y bajar por ella (Génesis 28,12).

Quizás la medida de un ser humano sean sus sueños. Jesús tenía el suyo: la reconciliación de la familia humana con su padre Dios. Quienes se habían constituido en los gestores exclusivos de la marca “DIOS” no iban a permitirle que les arruinase su negocio con el mensaje de un Dios que sale al encuentro de los humanos, ofreciéndoles gratis su perdón.

El precio de su sueño era la vida. Y Él lo sabía.