20 de mayo. Ascensión del Señor

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PRIMERA LECTURA.

Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles 1, 1-11.

En mi primer libro, querido Teófilo, escribí de todo lo que Jesús fue haciendo y enseñando hasta el día en que dio instrucciones a los apóstoles, que había escogido, movido por el Espíritu Santo, y ascendió al cielo.  Se les presentó después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo, y, apareciéndoseles durante cuarenta días, les habló del reino de Dios. Una vez que comían juntos, les recomendó: «No os alejéis de Jerusalén; aguardad que se cumpla la promesa de mi Padre, de la que yo os he hablado.  Juan bautizó con agua, dentro de pocos días vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo.»

Ellos lo rodearon preguntándole: «Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?»

Jesús contestó: «No os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido con su autoridad.  Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta los confines del mundo.»

Dicho esto, lo vieron levantarse, hasta que una nube se lo quitó de la vista.  Mientras miraban fijos al cielo, viéndolo irse, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?  El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse.»

SALMO RESPONSORIAL.  Salmo 46.

Antífona: Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas.

Pueblos todos batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo;
porque el Señor es sublime y terrible, emperador de toda la tierra.

Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas;
tocad para Dios, tocad, tocad para nuestro Rey, tocad.

Porque Dios es el rey del mundo; tocad con maestría.  
Dios reina sobre las naciones, Dios se sienta en su trono sagrado.

SEGUNDA LECTURA.

Lectura de la carta del apóstol San Pablo a los Efesios 1, 17-23.

Hermanos: 

Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo.  Ilumine los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros, los que creemos, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no sólo en este mundo, sino en el futuro.

Y todo lo puso bajo sus pies, y lo dio a la Iglesia como cabeza, sobre todo.  Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos.

EVANGELIO.

Conclusión del santo Evangelio según San Marcos 16, 15-20.

En aquel tiempo, se apareció Jesús a los Once y les dijo: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará; el que se resista a creer será condenado. A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño.  Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos.»

Después de hablarles, el Señor subió al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Ellos se fueron a pregonar el Evangelio por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban.

Comentario a la Palabra:

Un final  que es el principio

El pasaje del Evangelio según San Marcos que hemos leído hoy recibe el nombre de “final canónico” o “final largo”. Los manuscritos más antiguos de la Biblia, entre ellos los códices del siglo IV, Codex Sinaiticus (Biblioteca Británica) y Codex Vaticanus (Biblioteca Vaticana), no lo contienen.

En los pergaminos y papiros más antiguos, el evangelio según San Marcos termina con el anuncio de un joven vestido de blanco a las mujeres que habían acudido a la tumba de Jesús: “No os asustéis. Buscáis a Jesús de Nazaret, el crucificado. Ha resucitado; no está aquí. Mirad el lugar donde lo pusieron. Ahora id a decir a sus discípulos y a Pero: Él va delante de vosotros a Galilea; allí lo veréis, tal como os dijo”. El narrador continúa y concluye: “Ellas salieron huyendo del sepulcro, llenas de temor y de asombro, y no dijeron nada a nadie, tenían miedo pues” (16,6-8)

El lector se queda temblando, al igual que las mujeres. ¡Vaya final! Las mujeres, llenas de miedo, se quedan petrificadas, sin comunicar nada de esta gran noticia. ¿Y ahora qué?

Los expertos debaten si realmente el evangelio de Marcos terminaba así o si tenía otro final que se perdió. En cualquier caso, el final que hemos leído en el evangelio de hoy es un apaño posterior, una pieza de repuesto construida con retales tomados de los otros evangelios. La tradición de este modo “salva” al lector de un final inquietante, pero la verdad es que el vértigo está siempre ahí para quien se dispone a creer. ¿Estoy dispuesto a aceptar que Jesús ha resucitado? O de manera menos teórica: ¿Estoy dispuesto a acoger en mí el Espíritu del Resucitado, impulso que lleva a continuar en mi vida la vida de Jesús? Eso es lo que celebramos hoy, en la Fiesta de la Ascensión.

“En mi primer libro, querido Teófilo,…” Así empieza la primera lectura de hoy, tomada del Libro de los Hechos de los Apóstoles. El “primer libro” al que se refiere es el Evangelio según San Lucas, dedicado también al mismo Teófilo (Lucas 1,3).

Si Hollywood se hubiera encargado del marketing de la Biblia, el Libro de los Hechos llevaría un nombre mucho más comercial, algo así como: “Evangelio Segunda Parte: La Buena Noticia continúa”. Al escribir Hechos, el Evangelista Lucas puso por escrito su convicción de que la obra iniciada por Jesús no había concluido. ¡No había hecho más que empezar!

La vida de los primeros cristianos –narrada en el libro de Hechos– y también la de los cristianos de hoy es continuación de la Buena Noticia de Jesús. El Espíritu Santo –que hará su aparición estelar el próximo domingo, en la fiesta de Pentecostés– sigue haciendo avanzar el Reino de Dios, que Jesús vino a inaugurar sobre la tierra. Ya sé que cuesta creerlo, porque los cristianos no somos la mayoría precisamente como Jesús, ¡pero Dios sigue creyendo en nosotros! Y sobre todo, sigue actuando misteriosamente por el Espíritu Santo, dentro y fuera de la Iglesia.

La Ascensión del Señor, narrada dos veces, una al final del evangelio de Lucas y otra al comienzo de los Hechos de los Apóstoles, marca un cambio de etapa. El tiempo de Jesús en la tierra termina, empieza otro en el que el protagonista es el Espíritu Santo. O mejor, el Espíritu Santo y nosotros.

Jesús sube al Cielo. Para la tradición bíblica, el Cielo no es un lugar de vacaciones desconectado de la vida real, a donde Jesús se retira como el héroe de las películas después de salvar a la chica. El Cielo es un lugar de trabajo: Es el despacho del jefe, la sala de control. Jesús –sentado junto al Padre– se ha puesto al mando de la historia.

Pero como Él mismo nos mostró con su vida cuando estuvo en la tierra, Dios no se impone. No fuerza jamás. Tiene una infinita paciencia con la realidad. Por eso, cuando los cristianos nos empeñamos en imponernos –incluso de forma violenta– hacemos más daño que bien. El Espíritu nos transforma a su modo, permitiendo que nos equivoquemos, sosteniéndonos cuando caemos, reconciliándonos con él. Presencia discreta y leal, su paciencia es nuestra salvación.

“¿Qué hacéis ahí, mirando al cielo?” Toca volver a Jerusalén, es decir, a la vida con sus ajetreos, sus rutinas, sus desafíos. Allí saldrá a nuestro encuentro el Espíritu