6 de abril.
Quinto Domingo de Cuaresma

Versión PDF

PRIMERA LECTURA.

Lectura del profeta Ezequiel 37, 12-14.

Así dice el Señor: «Yo mismo abriré vuestros sepulcros, y os haré salir de vuestros sepulcros, pueblo mío, y os traeré a la tierra de Israel. Y, cuando abra vuestros sepulcros y os saque de vuestros sepulcros, pueblo mío, sabréis que soy el Señor. Os infundiré mi espíritu, y viviréis; os colocaré en vuestra tierra y sabréis que yo, el Señor, lo digo y lo hago.»

SALMO RESPONSORIAL. Salmo 129.

Antífona: Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa.

Desde lo hondo a ti grito, Señor; Señor, escucha mi voz;
estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica.

Si llevas cuenta de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir?
Pero de ti procede el perdón, y así infundes respeto.

Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra;
mi alma aguarda al Señor, más que el centinela a la aurora.
Aguarde Israel al Señor como el centinela a la aurora.

Porque del Señor viene la misericordia, la redención copiosa;
y él redimirá a Israel de todos sus delitos.

SEGUNDA LECTURA.

Lectura de la carta del apóstol San Pablo a los Romanos 8, 8-11.

Hermanos:

Los que viven sujetos a la carne no pueden agradar a Dios. Pero vosotros no estáis sujetos a la carne, sino al espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene el Espíritu de Cristo no es de Cristo.

Pues bien, si Cristo está en vosotros, el cuerpo está muerto por el pecado, pero el espíritu vive por la justificación obtenida. Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros.

EVANGELIO.

Lectura del santo Evangelio según San Juan 11, 3-7. 17. 20-27. 33b-45. (Breve)

En aquél tiempo, las hermanas mandaron recado a Jesús, diciendo: «Señor, tu amigo está enfermo.» Jesús, al oírlo, dijo: «Esta enfermedad no acabará en la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella.»

Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Cuando se enteró de que estaba enfermo, se quedó todavía dos días en donde estaba. Sólo entonces dice a sus discípulos: «Vamos otra vez a Judea.»

Cuando Jesús llegó, Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado. Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María se quedaba en casa. Y dijo Marta a Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá.»

Jesús le dijo: «Tu hermano resucitará.»

Marta respondió: «Sé que resucitará en la resurrección del último día.»

Jesús le dice: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?»

Ella le contestó: «Sí, Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo.»

Jesús sollozó y, muy conmovido, preguntó «¿Dónde lo habéis enterrado?»

Le contestaron: «Señor, ven a verlo.» Jesús se echó a llorar. Los judíos comentaban: «¡Cómo lo quería!» Pero algunos dijeron: «Y uno que le ha abierto los ojos a un ciego, ¿no podía haber impedido que muriera éste?»

Jesús, sollozando de nuevo, llega al sepulcro. Era una cavidad cubierta con una losa. Dice Jesús: «Quitad la losa.»

Marta, la hermana del muerto, le dice: «Señor, ya huele mal, porque lleva cuatro días.»

Jesús le dice: «¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?»

Entonces quitaron la losa. Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo: «Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado.» Y dicho esto, gritó con voz potente: «Lázaro, ven afuera.»

El muerto salió, los pies y las manos atados con vendas, y la cara envuelta en un sudario. Jesús les dijo: «Desatadlo y dejadlo andar.»

Y muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él.

Comentario a la Palabra:

Resucitados por la amistad

Con la excepción del primero, las lecturas de los demás domingos de Cuaresma nos hablan este año de Pascua. El evangelio del segundo domingo nos presentó la Transfiguración del Señor, que es un como tráiler de la gloria del Resucitado. El tercer domingo, en el encuentro con la samaritana, Jesús nos habló del agua que calma nuestra sed de eternidad; el domingo pasado, el cuarto, el evangelista Juan nos confirmó en la fe de que Cristo es la luz que puede devolvernos la vista. Hoy, en el quinto y último domingo, se nos habla de nuevo de resurrección.

Pero hay otro tema igual de importante en el evangelio de hoy: la amistad. Jesús tenía amigos: “amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro”. Estos tres hermanos, que viven juntos en la misma casa, parecen conformar una familia poco convencional, pues aunque Marta y María aparecen en otro pasaje del Nuevo Testamento (Lucas 10,38-42), nada se dice de sus cónyuges o hijos. Ninguno de los tres pertenece tampoco al grupo de discípulos itinerantes que iban a todas partes con Jesús. Eran sencillamente unos buenos amigos; viven en Betania, a escasos kilómetros de Jerusalén, y al Maestro le gustaba quedarse en su casa cuando iba a la capital.

Aunque el evangelista Juan afirma como ningún otro el carácter trascendente de Cristo, no se recata de mostrar aquí a un Jesús profundamente humano, que llora como haría cualquier persona por la muerte de un ser querido.

Aristóteles –que vivió cuatro siglos antes de Cristo– ya intuyó que la amistad es para los humanos el bien más precioso. Para el filósofo griego, la ética no es la ciencia de normas y obligaciones en que la que ésta se convirtió en la Era moderna, sino una sabiduría que debe guiar a los seres humanos hacia la felicidad. En su libro Ética a Nicómaco, dedica dos de sus diez capítulos a tratar sobre la amistad. Afirma que éste es “lo más necesario para la vida, pues en efecto, sin amigos nadie querría vivir, aunque tuviera todos los otros bienes”.

El hermano John de Taizé publicó hace un par de años un hermoso libro sobre la amistad (Una multitud de amigos. La Iglesia en la hora de la mundialización, Sal Terrae, Santander 2012). No se trata de una oda sentimental, la obra defiende la  atrevida tesis de que el cristianismo no es una religión o una espiritualidad, sino “la propuesta concreta de una comunión universal en Dios”.

El Concilio Vaticano II dice que la fe consiste no fundamentalmente en creer algunas verdades o aceptar ciertas normas, sino ante todo en acoger la invitación de Dios, quien “habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor y mora con ellos, para invitarlos a la comunicación consigo”. Jesús vino para mostrarnos la cercanía de Dios, para abrir para cada ser humano “un acceso al Padre en el Espíritu Santo” (Dei Verbum, 2).

Cristo vino a la tierra para tejer una red de amigos que está llamada a abarcar a todos los hombres y mujeres de la tierra. No vino a proponer una teoría sobre la “comunión universal en Dios”, sino a poner en marcha una “propuesta concreta”. Porque tratándose de amistad no valen las abstracciones. No hay “amigos” en sentido genérico: un amigo siempre es un concreto, una persona con su historia, sus peculiaridades y hasta sus manías, un ser humano que es quien es y a quien amamos por lo que es, e incluso a pesar de ser como es.

En el evangelio de hoy, Jesús no se lamenta de la muerte como destino humano universal, sino que se duele por la muerte de este amigo. Cuando ve llorar a María “lanzó un hondo suspiro y se conmovió profundamente”, más adelante rompe a llorar, y finalmente se emociona al acercarse a su tumba. Los presentes comentaban: “¡Cómo lo quería!”

Y decide saltarse la ley universal que prohíbe a los muertos regresar de la muerte. Marta le recita el catecismo: “Ya sé que resucitará cuando tenga lugar la resurrección de los muertos”. Con este concreto amigo eso no le vale. Se acerca al sepulcro, que ya huele mal, y llama al amigo por su nombre: “Lázaro, sal fuera”.

Algunos teólogos han dicho que Jesús hizo mal en resucitar a su amigo, porque el pobre tendrá que morirse de nuevo, que vaya faena. Pero ese día los que lo amaban hicieron fiesta, ¡lo echaban tanto de menos!