2 de noviembre
Conmemoración de los Fieles Difuntos

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Primera Lectura.

Del libro de las Lamentaciones 3, 17-26

Me han arrancado la paz, y ni me acuerdo de la dicha; me digo: «Se me acabaron las fuerzas y mi esperanza en el Señor.» Fíjate en mi aflicción y en mi amargura, en la hiel que me envenena; no hago más que pensar en ello y estoy abatido. Pero hay algo que traigo a la memoria y me da esperanza: que la misericordia del Señor no termina y no se acaba su compasión: antes bien, se renuevan cada mañana: ¡qué grande es tu fidelidad!El Señor es mi lote, me digo, y espero en él. El Señor es bueno para los que en él esperan y lo buscan; es bueno esperar en silencio la salvación del Señor.

Salmo 129(130)

Desde lo hondo a ti grito, Señor; 
Señor, escucha mi voz; 
estén tus oídos atentos
a la voz de mi súplica.

Si llevas cuenta de los delitos, Señor,
¿quién podrá resistir?
Pero de ti procede el perdón
y así infundes respeto. 

Mi alma espera en el Señor,
espera en su palabra; 
mi alma aguarda al Señor,
más que el centinela la aurora.

Aguarde Israel al Señor,
como el centinela la aurora; 
porque del Señor viene la misericordia,
la redención copiosa.

Y él redimirá a Israel 
de todos sus delitos.

Segunda Lectura.

De la Carta de San Pablo a los Romanos 6,3-9

¿Es que no sabéis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizaos en su muerte? Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva. Pues si hemos sido incorporados a él en una muerte como la suya, lo seremos también en una resurrección como la suya; sabiendo que nuestro hombre viejo fue crucificado con Cristo, para que fuera destruido el cuerpo de pecado, y, de este modo, nosotros dejáramos de servir al pecado.

Evangelio

Según San Juan 14,1-6

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Que no tiemble vuestro corazón; creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas estancias; si no fuera así, ¿os habría dicho que voy a prepararos sitio? Cuando vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo, estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino.» 

Tomás le dice: «Señor, no sabemos adonde vas, ¿cómo podemos saber el camino?»

Jesús le responde: «Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al Padre sino por mí.»

 

Comentario a la Palabra:

"NO PERDÁIS LA CALMA"

“No perdáis la calma”, nos dice el evangelio.

En general sólo se recibe en calma la muerte que viene a completar de alguna forma el ciclo vital.  En esos casos la vemos llegar y hasta la aceptamos como un hecho esperado que para la persona enferma y para quienes le asisten trae consigo la liberación del sufrimiento.

En este mundo de muerte y que se resiste a mirar de frente al dolor y a aceptar la fragilidad de nuestra condición humana, la muerte se vive de manera trágica.  Sobre todo las muertes por una enfermedad cruel que aparece en la mitad de la vida. 

Pensamos en las muertes a causa de la guerra, la violencia, los accidentes; en los miles de niños que nos aseguran que hoy mismo van a morir de hambre en nuestro mundo.

La primera lectura (Lamentaciones 3,17-26) expresa de manera dramática el dolor de esas muertes que tan difícilmente se aceptan, porque traen consigo el desgarrón brutal en la vida de una familia.  Si para colmo este dolor se ha de vivir sin esperanza en la victoria sobre la muerte que nos asegura la fe en la Resurrección, ya no se entiende nada.  ¿Cómo aceptarlo de brazos cruzados, en calma?

Que haya un lugar donde el Señor ha ido a prepararnos un sitio es uno de esos motivos tomados de la fantasía apocalíptica que se han colado también en el evangelio (Juan 14,1-6).  En el día de los Difuntos, que este año pone de particular relieve la coincidencia con la celebración del Domingo, se entremezclan motivos diversos.  Y ni se puede ni se debe pretender purificar una fecha que cada uno vive a su modo.  Cada uno de nosotros vive su vida y cada uno vive también a su manera  con sus muertos.

Respetando en silencio, como sugiere también la primera lectura, los sentimientos de cada uno, hoy podemos coincidir en una oración que nace “desde lo hondo”, como un grito (Salmo 130).  Un grito de dolor por tantos muertos olvidados.  Un dolor que sigue vivo en el alma por la ausencia de personas a las que hemos considerado parte de nuestra misma vida.  Y un recuerdo de quienes ya no están a nuestro lado, pero siguen presentes por la huella que han dejado en nosotros.  Vivimos gracias a la luz de estrellas que un día brillaron en el firmamento y que otro día se apagaron.  Vivimos gracias a las personas que nos dieron la vida y nos enseñaron a vivir.

La esperanza de encontrarlas nuevamente algún día en el más allá es privilegio de nuestra fe cristiana.  Jesucristo personalmente vivió un camino de muerte que le conducía a la cruz, pero abrió para Él y para todos nosotros las puertas de la vida inmortal.  En este sentido es Camino para sus seguidores.  Y nos da la visión auténtica del sentido de nuestra vida, aunque cada año nos acerque más al final, que será la muerte.  Ésa es la Verdad.  En este sentido, Él nos enseña a vivir y por eso es también Vida.

¿Cómo entender en términos razonables la pervivencia de la persona más allá de la muerte?  En sus orígenes, la fe en la supervivencia nació del mismo ideal de justicia.  En el Antiguo Testamento aparece como compensación por la suerte trágica de los testigos, los mártires que dieron su vida a manos del perseguidor (así, en los libros de Daniel y Macabeos).  De manera semejante, la afirmación de la resurrección de Jesús, al grito de “Cristo Vive”, surge de la convicción de la justicia de su causa y de la iniquidad de su condena a muerte.  La justicia exige que el mártir no sea solamente honrado y exaltado por sus fieles seguidores, sino que se le restituya o compense por lo que dejó de disfrutar.  Si tanto el mártir como el verdugo acaban confundidos en la misma fosa, no hay justicia.

Para nosotros, personalmente, y también para el mundo.  No podemos aceptarlo en calma como un mundo que simultáneamente esconde la muerte y fomenta prácticas de muerte.  Afirmar en este día nuestra fe en la resurrección y en la vida más allá de la muerte es afirmar también nuestra convicción de que el Dios Justo tendrá manera de compensar a quienes tan injustamente se han visto privados de las condiciones de una vida digna.  El Dios de la Vida no lo es solamente para el más allá.  El nos dio la vida para vivirla aquí y para que nos empeñemos en que puedan vivirla también felizmente quienes han sido distinguidos con el mismo Don de Amor que recibimos nosotros.

Si se compara este compromiso con la realidad de nuestro mundo y la antigua esperanza cristiana en el más allá, ésta parece moverse inútil e infantilmente en las nubes de la mitología.  Muchos elementos de la fe tradicional eran sólo continuación de las creencias míticas, comunes a muchos pueblos de la antigüedad.  Pero además, la predicación tradicional sobre los Novísimos fomentaba un enfoque individualista de la fe y de la salvación: la muerte personal, el juicio particular.  Además, invitaba a desentenderse de la suerte del mundo presente, bajo la fascinación de la eternidad.

Frente a la crueldad de la muerte la fe ha de purificarse para insistir casi exclusivamente en la confianza fundamental en el Dios de la Vida.  El niño mantiene esa confianza-raíz en sus padres, aun cuando éstos no le aseguren el futuro.  “Aunque mi padre y mi madre me abandonaran, el Señor me recogerá” (Salmo 27,10).

Ante la muerte nos “aferramos a esta esperanza radical que tenemos delante, la cual es para nosotros como ancla del alma, segura y firme, que penetra más allá del velo, por donde entró Jesus como Precursor por nosotros” (Hebreos 6,18-20).

Si dejamos de momento los tonos cristianos, esta confianza radical es la que anima incluso a los agnósticos y ateos que no renuncian a dar un sentido coherente a su vida.  De manera implícita, afirman esa esperanza radical que es “ancla del alma”.