22 de febrero
Primer Domingo de Cuaresma

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PRIMERA LECTURA

Lectura del libro del Génesis 9, 8-15.

Dios dijo a Noé y a sus hijos: «Yo hago un pacto con vosotros y con vuestros descendientes, con todos los animales que os acompañaron: aves, ganado y fieras; con todos los que salieron del arca y ahora viven en la tierra.  Hago un pacto con vosotros: el diluvio no volverá a destruir la vida, ni habrá otro diluvio que devaste la tierra.»

Y Dios añadió: «Ésta es la señal del pacto que hago con vosotros y con todo el que vive con vosotros, para todas las edades: pondré mi arco en el cielo, como señal de mi pacto con la tierra.  Cuando traiga nubes sobre la tierra, aparecerá en las nubes el arco, y recordaré mi pacto con vosotros y con todos los animales, y el diluvio no volverá a destruir los vivientes.»

SALMO RESPONSORIAL. Salmo 24.

Antífona: Tus sendas, Señor, son misericordia y lealtad.

Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas:
haz que camine con lealtad; enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador.

Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas. 
Acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor.

El Señor es bueno y es recto, y enseña el camino a los pecadores;
hace caminar a los humildes con rectitud, enseña su camino a los humildes.

SEGUNDA LECTURA.

Lectura de la primera carta del apóstol San Pedro 3, 18-22

Queridos hermanos:

Cristo murió por los pecados una vez para siempre: el inocente por los culpables, para conducirnos a Dios.

Como era hombre, lo mataron; pero, como poseía el Espíritu, fue devuelto a la vida.
Con este Espíritu, fue a proclamar su mensaje a los espíritus encarcelados que en un tiempo habían sido rebeldes, cuando la paciencia de Dios aguardaba en tiempos de Noé, mientras se construía el arca, en la que unos pocos –ocho personas– se salvaron cruzando las aguas.

Aquello fue un símbolo del bautismo que actualmente os salva: que no consiste en limpiar una suciedad corporal, sino en impetrar de Dios una conciencia pura, por la resurrección de Cristo Jesús, Señor nuestro, que llegó al cielo, se le sometieron ángeles, autoridades y poderes, y está a la derecha de Dios.

EVANGELIO.

Lectura del santo Evangelio según San Marcos 1, 12-15

En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto.

Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas, y los ángeles le servían.

Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios.  Decía: «Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio.»

Comentario a la Palabra:

Ángeles y demonios  

A diferencia de Mateo y Lucas, que narran tres tentaciones y relatan los diálogos entre Jesús y el demonio, Marcos se limita a hacer una concisa referencia a los cuarenta días en el desierto en los que Cristo fue tentado por Satanás, vivó entre animales salvajes y fue servido por los ángeles. Ni siquiera habla de un ayuno, como hacen Mateo y Lucas; tampoco de una victoria de Jesús sobre el mal –al menos por ahora–.

El relato de las tentaciones es tan breve en Marcos, que la liturgia ha suplementado la lectura de hoy con los versículos siguientes que se refieren al inicio de la predicación de Cristo. Sería interesante que nos hubiera recordado también los versículos anteriores, que narran el bautismo.

Jesús es bautizado por Juan, y al salir del agua, “vio rasgarse los cielos y al Espíritu descender sobre él como una paloma. Se oyó entonces una voz de los cielos: Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco”. En el bautismo, Jesús es presentado como el Hijo de Dios y el portador del Espíritu. Es ese mismo Espíritu quien le “expulsa” al desierto. El verbo utilizado  – “ekbállei” –es fuerte, el mismo con el que más adelante se va a describir cómo Cristo “expulsa” a los demonios de los posesos.

El Espíritu “echa” a Jesús de ese lugar idílico de comunión con el Padre y el Espíritu y lo lleva al desierto. Allí experimenta la realidad de cualquier ser humano, nuestro “lado oscuro”.

El budismo zen lo llama ‘makyō’, el mundo demoníaco que existe en cada ser humano y que el que se inicia en la meditación ha de atravesar en su camino hacia el ‘satori’, la iluminación. Todo héroe, antiguo o moderno, se confronta con este ‘Lord Voldemort’ o ‘lado oscuro de la Fuerza’ que no está fuera de uno mismo, sino que penetra nuestra interioridad.

El desierto se limita a exponerlo. En ese espacio libre de distracciones, no hay donde huir de la realidad subterránea del makyō, poblada de ‘brutos animales’, pero también de ángeles dispuestos a servirnos.

La cuaresma es un tiempo a imagen de los cuarenta días de Jesús en el desierto. Un tiempo en el que darnos cuenta de que somos más que una pieza bien engrasada en la maquinaria de producción y consumo. Por debajo de nuestros días, hechos de rutina y ajetreo, se libra una batalla entre el bien y el mal. Somos – como Jesús – Hijos  de Dios y Templos del Espíritu, pero también héroes frágiles, zarandeados por demonios y alimañas.

Jesús, el Hijo de Dios que ha venido para compartir nuestra fragilidad, nos comunica su mensaje: “El Reino de Dios está ya llegando. Cambia tu mentalidad y da tu confianza a la Buena Noticia”.

En torno a Él, el Reino de Dios se hace realidad, pero como ser humano, Jesús tendrá que pagar un precio por ello. Cuando en nombre de Dios perdone los pecados y acoja a los excluidos, habrá quien se escandalice –en nombre de Dios–. Sus enemigos, henchidos de ese sentimiento de superioridad que lleva la marca de Satanás, se convencerán a sí mismos de que son los ejecutores de la voluntad del Altísimo. Los que hoy cortan el cuello de los cristianos, lo clavaron entonces sobre una cruz.

Jesús murió, pero “como poseía el Espíritu, fue devuelto a la vida. Con este Espíritu, fue a proclamar su mensaje a los espíritus encarcelados”. ¡Qué visión más atrevida la de esta Carta de San Pedro! Jesús, no conforme con haber predicado el evangelio sobre la tierra, lo hace también a los espíritus del inframundo.

La total curación del mal. Sólo aquel que ha sido víctima del escándalo farisaico de los obtusos, quien ha soportado la embestida del odio y la intolerancia, tiene la libertad de anunciar el amor incondicional de Dios, incluso a los espíritus encarcelados.

Sólo él, descendiendo a nuestros infiernos, es capaz de curar nuestra alma; sólo él puede transformar nuestras profundidades. Ante Él ponemos también nuestro mundo, herido hoy por la violencia: Libia, Ucrania, Níger, Nigeria, Siria, Irak, Méjico, …

Dios ha puesto un límite al mal, “el diluvio no volverá a destruir los vivientes”. Jesús viene “a quitar el pecado del mundo”. Quien confía en Él verá encenderse, en medio de sus luchas, la señal de una alegría hecha de colores.