12 de febrero.
Domingo VI del Tiempo Ordinario

PRIMERA LECTURA.

Lectura del libro del Eclesiástico 15, 16-21

Si quieres, guardarás los mandatos del Señor, porque es prudencia cumplir su voluntad; ante ti están puestos fuego y agua: echa mano a lo que quieras; delante del hombre están muerte y vida: le darán lo que él escoja.

Es inmensa la sabiduría del Señor, es grande su poder y lo ve todo; los ojos de Dios ven las acciones, él conoce todas las obras del hombre; no mandó pecar al hombre, ni deja impunes a los mentirosos.  

SALMO RESPONSORIAL. Salmo 118.

Antífona: Dichoso el que camina en la voluntad del Señor.

Dichoso el que, con vida intachable,
camina en la voluntad del Señor;
dichoso el que, guardando sus preceptos,
lo busca de todo corazón.

Tú promulgas tus decretos
para que se observen exactamente. 
Ojalá esté firme mi camino,
para cumplir tus consignas.

Haz bien a tu siervo: viviré
y cumpliré tus palabras;
ábreme los ojos, y contemplaré
las maravillas de tu voluntad.

Muéstrame, Señor, el camino de tus leyes,
y lo seguiré puntualmente;
enséñame a cumplir tu voluntad
y a guardarla de todo corazón.

SEGUNDA LECTURA. 

Lectura de la primera carta del apóstol San Pablo a los Corintios 2, 6-10.

Hermanos:

Hablamos, entre los perfectos, una sabiduría que no es de este mundo, ni de los príncipes de este mundo, que quedan desvanecidos, sino que enseñamos una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para nuestra gloria.

Ninguno de los príncipes de este mundo la ha conocido; pues, si la hubiesen conocido, nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria.

Sino, como está escrito: “Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman.”

Y Dios nos lo ha revelado por el Espíritu.  El Espíritu lo sondea todo, incluso lo profundo de Dios.    

EVANGELIO.

Lectura del santo Evangelio según San Mateo 5, 17-37

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

Os los aseguro: Si no sois mejores que los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos.

Habéis oído que se dijo a los antiguos: “No matarás”, y el que mate será procesado.

Pero yo os digo: Todo el que esté peleado con su hermano será procesado.  Y si uno llama a su hermano “imbécil”, tendrá que comparecer ante el Sanedrín, y si lo llama “renegado”, merecerá la condena del fuego.

Habéis oído el mandamiento “no cometerás adulterio”.  Pues yo os digo: El que mira a una mujer casada deseándola, ya ha sido adúltero son ella en su interior.

Habéis oído que se dijo a los antiguos: “No jurarás en falso” y “Cumplirás tus votos al Señor”.

Pues yo os digo que no juréis en absoluto. A vosotros os basta decir “sí” o “no”.  Lo que pasa de ahí viene del Maligno".

Comentario a la Palabra:

Más allá de toda ley

Los hombres –y ahora también las mujeres– que estudian para ser rabinos deben conocer a fondo tres grupos de textos: la Biblia Hebrea –es decir, el Antiguo Testamento–, la Misná y el Talmud. La Misná es una colección de sentencias, redactado entorno al año 200 d.C., que recoge dichos de los grandes rabinos de los siglos anteriores. El Talmud son varios volúmenes que comentan las opiniones recogidas en la Misná. Al asomarnos a estas dos obras, que junto con la Biblia constituyen los cimientos del judaísmo, lo que descubrimos es un intenso diálogo. Lo que un rabino considera la aplicación justa de una norma, el siguiente lo refuta. Lejos de excluir las sentencias discordantes, la Misná y el Talmud invitan al debate.

Jesús era considerado por sus contemporáneos un maestro judío. Muchos se dirigían a él llamándole “rabí”. El texto del evangelio que hemos leído hoy hay que situarlo en esta acalorada discusión que los rabinos del tiempo de Jesús mantenían sobre cómo aplicar la Ley a la vida real.

El papa Francisco, en su Carta Apostólia Amoris Laetitia, “ruega encarecidamente” que recordemos al gran teólogo medieval Tomás de Aquino, quien escribió: “Aunque en los principios generales haya necesidad, cuanto más se afrontan las cosas particulares, tanta más indeterminación hay...” (n. 304). En cuestiones de moral, los principios deben estar claros, pero a la hora de aplicarlos a la práctica, no hay que olvidar las particularidades de cada persona.

No matar, no cometer adulterio y no dar falso testimonio son mandamientos del Decálogo, columnas basilares de la moral. El estilo de Jesús de comentar su aplicación es provocador: “Habéis oído que se dijo… pero yo os digo…”. Cristo lleva estos mandamientos al límite, para mostrarnos a un Dios que no se conforma con el mero cumplimiento de la ley.

No basta no matar, el que llame “imbécil” a su hermano merece igualmente ser procesado; no basta con no cometer adulterio, quien mire con ojos lujuriosos ya ha cometido adulterio en su corazón; no basta con no jurar en falso, no hay que jurar en absoluto.

¿Es esto posible? Los tribunales se colapsarían si en lugar de juzgar sólo los casos de asesinato, se presentaran ante ellos todos los que han insultado a su prójimo. Jesús no pretende destruir el sistema judicial, sino invitarnos a mirar más arriba, más allá de la Ley.

Una de las grandes cuestiones que ha ocupado a la Teología Moral Católica –al menos a la parte de ella que trataba de renovarse– durante el último medio siglo ha sido cambiar el paradigma legalista que había prevalecido en la Iglesia antes del Concilio Vaticano II. En aquella moral casuista, lo que se exigía a los católicos era que obedecieran la ley. Los teólogos más críticos, ya a mediados del siglo XX, diagnosticaron que la obediencia a la ley se había convertido en algunos casos en una auténtica “idolatría de la norma”. Cumplir las normas era para muchos más importante que la relación personal con el Dios que se hace presente en la conciencia de cada persona.

Con la Carta Apostólica Amoris Laetitia, el protagonismo de la conciencia ha vuelto al primer plano, y no es ningún secreto que hay alguna gente en la Iglesia que no está precisamente contenta con este giro.

Las leyes morales son importantes. Son un referente imprescindible para que el discernimiento moral no pierda la objetividad. Actuar en conciencia no es hacer lo que me venga en gana, sino buscar el bien de todos en cada situación. La tradición más sólida de la Iglesia sostiene que en esta búsqueda la última palabra no la tiene la ley, sino la conciencia.

La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla (Del documento del Concilio Vaticano II “Gaudium et Spes”, n. 16)

La imagen –tan católica– del sagrario, lugar en el que permanece la presencia real de Cristo, nos habla de que en cada uno de nosotros hay un espacio –la conciencia– en el que es posible escuchar la voz de Dios. Es esa voz la que debemos obedecer.

Y esa voz nos llama siempre a ir más allá: no sólo no matar, sino evitar herir incluso con las palabras; no sólo no cometer adulterio, sino inculcar el respeto hasta en la mirada; no sólo no jurar en falso, sino decir la verdad siempre, con toda simplicidad.
Solo Dios me puede conducir a donde ninguna ley me podría obligar: A darlo todo, a entregarme por amor. El discernimiento en conciencia ante Dios es más exigente que cualquier normativa, pero también en ese diálogo con el Señor hallamos su misericordia,  Dios que tiene una infinita paciencia con nuestros lentos procesos de crecimiento.