Episodio 14. El bautismo de Jesús

Comentario a Mc 1,4-13

Hoy vamos a comentar tres pasajes: construidos entorno al Bautismo de Jesús. En el primero de ellos se presenta a Juan el Bautista, el segundo es la escena del Bautismo y el tercero una breve referencia a las tentaciones de Jesús.

Vamos con la primera de las tres escenas: la presentación de Juan Bautista (Mc 1,4-8):

Apareció Juan Bautista en el desierto anunciando un bautismo de conversión para perdón de los pecados. Y salió a su encuentro toda la comarca de Judea y los jerosolimitanos todos, y eran bautizados por él en el río Jordán confesando sus pecados y Juan estaba vestido con piel de camello y con un cinturón de cuero sobre su cintura y comía saltamontes y miel silvestre y proclamaba diciendo: “Viene detrás de mí el que es más fuerte que yo, ante el que no soy digno de agacharme para desatar la correa de sus sandalias. Yo bautizo con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo.

En el episodio anterior, una profecía de Isaías había introducido a Juan como “la voz que grita en el desierto”. Era una profecía que anunciaba un nuevo –tercer y definitivo– Éxodo de liberación. En los dos “éxodos” anteriores –el que trajo al pueblo de Israel de Egipto y el que supuso el regreso de los judíos exilados desde Babilonia– el pueblo había atravesado el desierto y había entrado a la Tierra Prometida atravesando la frontera natural de Israel por el oeste: el río Jordán.

Juan no está en el desierto junto al Jordán por casualidad: ese lugar tiene un valor simbólico. Su forma de vestir es también un signo –un vestido de piel de camello y un cinturón de cuero– ¿De qué va? Juan va vestido como Elías (2 Reyes 1,8) y según una antigua profecía, Elías tenía que venir antes del fin del mundo: “Mirad, os envío al profeta Elías, antes de que venga el Día del Señor, día grande y terrible” (Malaquías 3,23).

Marcos juega con la idea de que Juan Bautista era Elías, que había regresado para preparar la intervención definitiva de Dios. Y el modo que tiene Juan/Elías para preparar para este “Día del Señor, grande y terrible” es el bautismo. (Jesús afirma refiriéndose a Juan en Mc 9,11: “Elías ha venido e hicieron con él cuanto quisieron”. Es curioso que el evangelio de Juan se oponga frontalmente a esta tesis. En este evangelio a Juan Bautista le preguntan: “¿Eres Elías?” y él contesta taxativamente “no lo soy” en Jn 1,21).

El sentirse “limpio” ante Dios –o “sucio”– es una de las emociones religiosas más primitivas. Los judíos de la época de Cristo daban mucha importancia a esta “limpieza” o “pureza” que era concebida al mismo tiempo como algo físico y espiritual. Cuando uno incurría en impureza, por alguna trasgresión moral, o debido a hechos naturales de la vida –la menstruación en las mujeres, por ejemplo– una de las maneras de  purificarse era sumergirse en agua, desnudo y de cuerpo entero, en un baño ritual de purificación. Este baño se llamaba “bautismo”.

El ritual que realiza Juan es un bautismo, pero a diferencia de estos baños rituales se realiza sólo una vez. No es una purificación que debe ser reiterada cada vez que te “manchas” con tus pequeños pecados o por otras cosas que te hacen sentirte “sucio”. Bautizarte una vez, confesando tus pecados –es decir, declarando en voz alta aquello de tu pasado que es para ti una rémora– y purificarte de una vez para siempre a la espera de la intervención liberadora de Dios que está a punto de suceder.

De eso iba el movimiento de Juan. Flavio Josefo, que es un historiador romano del siglo I d.C. –el autor que más información proporciona sobre el Israel de la época de Jesús–  dedica varias páginas de su historia del pueblo judío a Juan. ¡Y eso que a Jesús le dedica sólo un párrafo! Juan debió ser un personaje muy influyente en su época.  Y en ese entorno aparece Jesús.

No sabemos mucho acerca de la infancia y la juventud de Jesús, acerca de su formación, no sabemos casi nada. Además de aprender el oficio de carpintero, ¿aprendió a escribir? ¿Estudió con algún maestro? Solo sabemos que pasó algún tiempo con Juan, al que le profesó toda su vida una gran admiración.

Marcos, como el resto de los evangelistas, tiene que lidiar con el dato incómodo de que Jesús –el gran Maestro e Hijo de Dios– fue alguna vez discípulo de alguien –de Juan– Y lo resuelve presentando a Juan como aquel que había sido enviado para prepararle el camino a Jesús.

La siguiente escena es el Bautismo de Jesús (Mc 1, 9-11)

Sucedió en aquellos días que vino Jesús desde Nazaret de Galilea y fue bautizado en el Jordán por Juan e inmediatamente al salir del agua vio rasgados los cielos y al Espíritu como paloma bajar sobre él y una voz se oyó de los cielos: “Tú eres mi hijo, el amado, en ti me complazco”

Por fin aparece Jesús, llega de su pueblo –Nazaret de Galilea– y es bautizado por Juan en el Jordán, como tantas otras personas; pero lo que viene a continuación es totalmente único: Marcos comparte con nosotros una visión que tuvo Jesús: “vio los cielos rasgados…” ¿Cómo conoce Marcos esta visión?

Probablemente se lo oyó contar a otros cristianos, pero éstos, ¿de dónde lo sacaron? ¿Se lo habría contado Jesús a sus discípulos? ¿O fue una historia inventada por los cristianos para expresar su propia experiencia de quién era Jesús?

En la visión, Jesús vio “rasgados los cielos”. Nosotros sabemos que la atmósfera no puede “rasgarse”. En la visión del mundo que tenían en aquella época, la tierra era una superficie plana cubierta por una serie de semiesferas: los cielos. El modelo estándar del universo contemplaba siete cielos concéntricos, uno encima de otro. Imagínense que están en una gran sala, cubierta por una bóveda semiesférica, o si les da la imaginación, siete bóvedas semiesféricas concéntricas. Esas bóvedas de repente se rompen, o como dice el texto, se rasgan como si estuvieran hechas de tela. ¿Qué hay al otro lado? Dios.

Más allá de la tramoya de este mundo, Dios. Nosotros no creemos ya en los siete cielos, pero el mensaje es fácil de traducir: Se rasga ese velo que impide que podamos ver al Creador; se produce de repente una abertura que conecta esta realidad en la que vivimos con el espacio de Dios; y por esa brecha desciende el Espíritu hacia Jesús y se oye una voz: “Tú eres mi Hijo”.

Esta es la primera escena en el evangelio en el que aparece Jesús, pues bien Marcos nos presenta al mismo tiempo al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.

Los cristianos hemos experimentado a Dios  no como una divinidad genérica (una fuerza cósmica, un Ser Superior), sino como como tres personas: la voz que habla desde más allá de los cielos, el Espíritu acerca la santidad hasta cada uno de nosotros, y Jesús. “Dios” es la etiqueta que ponemos a esa realidad triple.

Ni siquiera en esta teofanía –palabra griega que quiere decir “manifestación de Dios”–,  a Dios se le ve; aunque sí se le oye, y le dice a Jesús algo muy simple: “Tú eres mi hijo, el amado, en ti me complazco” o si traducimos menos literalmente: “Tú eres mi hijo amado y me gustas mucho”. Esto es todo lo que tiene Dios que decir. Dios es extremadamente discreto en el Evangelio según San Marcos y no va a volver a hablar, con una única excepción: En la escena de la Transfiguración vuelve a intervenir diciendo básicamente lo mismo: “Este es mi hijo el amado, escuchadle” (9, 7). El Padre le deja todo el protagonismo al Hijo, sólo se expresa a través de Jesús, aquel sobre el que se ha posado su Espíritu.

El lector cristiano, especialmente aquel que haya recibido el bautismo de adulto –como era el caso más normal entre los primeros lectores u oyentes de Marcos– no puede menos que recordar al hilo de este pasaje su propio bautismo. Él también ha sido bautizado como Jesús, ha ocupado el lugar de Jesús y como bautizado lo sigue ocupando. Nosotros también podemos oír la voz de Dios que nos dice: “Tú eres mi hijo amado o mi hija amada. Y me gustas mucho”. También como Jesús somos templos del Espíritu.

Volvamos a la narración. Tenemos ya a Jesús sobre la escena y sabemos quién es: el Hijo de Dios y portador del Espíritu. ¿Y ahora qué? ¿Va a destruir el Hijo de Dios a los malos como es de esperar? Sigamos leyendo:

E inmediatamente el Espíritu le arrojó al desierto y estuvo en el desierto cuarenta días siendo tentado por Satanás, y estaba con las fieras, y los ángeles le servían. (1,12-13)

Jesús no va a eliminar al mal de un plumazo. Su primera manera de enfrentarse al mal –encarnado por Satanás– es la de todos nosotros: ser tentados.

Ante una audiencia tan perspicaz como la de los oyentes de este podcast no es necesario decir que Satanás no es un ser monstruoso con cuernos y cola. Es la expresión del mal que tiene encadenado el mundo. ¿Por qué no vivimos en un mundo feliz con comida, belleza y amor para todos? Porque existe el mal. El mal que está incrustado en las estructuras de injusticia de nuestro mundo y en pautas culturales que perpetúan la humillación de unos seres humanos por otros. El mal que nos tienta a creer que el abuso de poder o la corrupción son inevitables y que no hay nada que hacer porque el fuerte siempre usará su ventaja para explotar al débil (¿Y por qué no me voy a aprovechar yo también? ¡Si todos los hacen!). Jesús no entró en el mundo destruyendo a sangre y fuego los malvados, entró en el mundo como cualquiera de nosotros y fue sometido a tentación.

Cuando el pueblo de Israel salió de Egipto, su mentalidad era aún la de unos esclavos. Un esclavo es alguien profundamente humillado en su dignidad, porque se le ha arrebatado lo más precioso: la libertad de tomar la iniciativa sobre su propia vida. A veces hacen falta generaciones para curar esa herida. En el caso de Israel fue necesaria una escuela de cuarenta años en el desierto para que aquellos hombres y mujeres aprendieran a ser libres. Jesús también estuvo cuarenta días en el desierto, siendo tentado por Satanás, y superó la tentación. Ahora está listo para iniciar su misión, pero de eso hablaremos la próxima semana.