Episodio 46
Una persona, dos naturalezas

Este es el tercer episodio sobre Cristología, es decir, sobre el segundo artículo del Credo que dice: Creo en su Hijo Jesucristo, nuestro Señor. En el primer episodio hablamos de los títulos cristológicos “Cristo” y “Señor”. En el anterior, empezamos hablando de Jesús como Hijo de Dios y tal como lo entendieron los cristianos de los primeros tres siglos. Y terminábamos dejándolo a las puertas del siglo IV. Lo retomamos aquí.

A comienzos del siglo IV se suceden una serie de acontecimientos que cambiar para siempre la forma de ser de la Iglesia y el cristianismo, no tienen directamente que ver con el tema que nos ocupa –la divinidad de Jesús–, pero necesitamos conocerlos para entender cómo se van a desarrollar los dogmas cristológicos.

Desde mediados del siglo III, el Imperio Romano está en crisis y se suceden los golpes de estado y las guerras civiles. En el año 312, el Imperio está –de nuevo– en guerra civil; la situación militar es la siguiente: la ciudad de Roma está controlada por Majencio y el general contrincante, Constantino se aproxima por el norte para tomarla. La batalla decisiva se libra en el Puente Milvio, un paso estratégico sobre el Tíber a las afueras de Roma. Si el puente cae, cae la capital, Constantino podrá apoderarse de todo el Imperio.

En la noche antes de la batalla, Constantino dijo tener “una visión”. Si pintaba en los escudos de sus soldados la señal de Cristo, vencería. Y así sucedió. Cuando se apoderó de la ciudad y el imperio. Dictó el Edicto de Milán, que legalizaba el cristianismo. No se limitó a permitir el cristianismo, lo fomentó  de diversas maneras, aunque sin convertirlo en religión oficial. Durante el siglo IV, grandes masas de ciudadanos del Imperio recibirán el bautismo, al final de ese siglo, la mayoría de la población del Imperio es cristiana y el cristianismo se convierte en religión oficial.

Pues bien –y volvemos a la cristología– en aquellas mismas fechas, un sacerdote llamado Arrio, de la iglesia de Alejandría, enseñaba una doctrina que pasará a la historia con su nombre: el arrianismo. Según Arrio, Jesús es un ser super-humano, divino si quieren en cierto sentido, pero no tan divino como Dios. En sus propias palabras: “Hubo un tiempo en el que el Hijo no existía”. Cristo es una criatura, ha sido creado por Dios. Aunque tiene un estatus superior al hombre común, él es también una criatura.

¿Por qué la Iglesia juzgó que las ideas de Arrio eran inaceptables? Si aquel que fue enviado para salvar a la humanidad era una criatura, quiere decir que Dios no se la jugó el todo por el todo para redimirnos. Encargó la dura tarea de la redención a un subordinado, no a su Hijo. El Cristo al que adora la Iglesia no es Dios mismo sino un ser creado.

Las herejías se han ido haciendo cada vez más sutiles, ésta lo es, ciertamente.

Había habido muchas herejías antes, pero ahora la situación política era distinta. El Emperador Constantino comprendió que las consecuencias de esta división entre los cristianos podía tener efectos devastadores a nivel político y social. Así que convocó un Concilio. Este primer Concilio ecuménico no fue convocada por el Papa o los obispos, sino por el Emperador. Se celebrará en su palacio en Nicea, cerca del lugar donde fundará la ciudad que se convertirá en la nueva capital del Imperio: Constantinopla, hoy Estambul.

El Concilio de Nicea se celebró en el año 325 e insertó en el Credo Apostólico las siguientes palabras:

Creo en un solo Señor, Jesucristo, el unigénito de Dios,
nacido del Padre antes de todos los siglos,
Dios de Dios, luz de luz,
Dios verdadero de Dios verdadero;
engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre,
por quien todo fue hecho

La expresión clave es “de la misma naturaleza que el Padre”. En griego “omoousion tō patrí”: de la misma ousía –forma de ser– que Dios Padre. Parece ser que la fórmula fue sugerida en el Concilio por el asesor del Emperador, el obispo cordobés Osio.

Nicea supuso un primer e importante paso en la formulación del dogma cristológico, pero no va a ser el último. En los siglos IV y V vana sucederse una serie de herejías y concilios que van a ir afinando más y más la formulación de la divinidad de Jesús.

En Nicea, quedó claro que Jesús era divino, nadie negaba de manera tajante la humanidad de Jesús, pero quedaba la cuestión de cómo podían coexistir en una única persona humanidad y divinidad.

Nestorio va a afirmar que en Cristo lo humano y lo divino se mantienen separados. Lo humano y lo divino no se comunican se mantienen a distancia. Hay dos hipóstasis en Jesús.

Por el otro lado, Eutiques va a afirmar que los humano y lo divino se mezclan en Jesús de tal manera, que la divinidad absorbe la humanidad y solo permanece una naturaleza en Cristo. Esta doctrina se llama monofisismo.

El concilio de Calcedonia, celebrada en esta ciudad hoy en territorio de Turquía en el año 451, se llega a una formulación que sigue siendo “la fórmula” a la que se remiten hoy casi todas las iglesias (católica, ortodoxa y protestantes). Dice lo siguiente:

Siguiendo, pues, a los Santos Padres, todos a una voz enseñamos que ha de confesarse a uno solo y el mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, el mismo perfecto en la divinidad y el mismo perfecto en la humanidad, Dios verdaderamente, y el mismo verdaderamente hombre de alma racional y de cuerpo, consustancial con el Padre en cuanto a la divinidad, y el mismo consustancial con nosotros en cuanto a la humanidad, semejante en todo a nosotros, menos en el pecado [Hebr. 4, 15]; engendrado del Padre antes de los siglos en cuanto a la divinidad, y el mismo, en los últimos días, por nosotros y por nuestra salvación, engendrado de María Virgen, madre de Dios, en cuanto a la humanidad; que se ha de reconocer a uno solo y el mismo Cristo Hijo Señor unigénito en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación, en modo alguno borrada la diferencia de naturalezas por causa de la unión, sino conservando, más bien, cada naturaleza su propiedad y concurriendo en una sola persona y en una sola hipóstasis, no partido o dividido en dos personas, sino uno solo y el mismo Hijo unigénito, Dios Verbo Señor Jesucristo, como de antiguo acerca de Él nos enseñaron los profetas, y el mismo Jesucristo, y nos lo ha trasmitido el Símbolo de los Padres. Así, pues, después que con toda exactitud y cuidado en todos sus aspectos fue por nosotros redactada esta fórmula, definió el santo y ecuménico Concilio que a nadie será lícito profesar otra fe, ni siquiera escribirla o componerla, ni sentirla, ni enseñarla a los demás.

Esta verdadera filigrana intelectual culmina un proceso de inculturación de la fe cristiana en el pensamiento griego. La doctrina acerca de Jesús ha sido vertido en los moldes de una tradición cultural que había llevado la filosofía hasta su máximo florecimiento.

No todas las iglesias van a aceptar el dictamen de Calcedonia. Una serie de iglesias –la iglesia copta, la armenia y la caldea– van a rechazar la cristología de Calcedonia. Las iglesias copta y armenia se van a declarar miafisitas: es decir, que en Cristo hay una sola naturaleza humano-divina y la caldea va seguir la doctrina de Nestorio.

Si miramos en un atlas histórico dónde se encuentran estas iglesias nos damos cuenta de que Armenia, Egipto e Iraq estaban en el siglo V ya fuera del Imperio Romano. Su negación de Calcedonia tiene algo de declaración de independencia de una ortodoxia que identificaban con el Imperio de la que ya no formaban parte.

Resumiendo: Calcedonia logra una clarificación teórica, que podríamos resumir en la frase: “perfecto en la divinidad y en la humanidad; dos naturalezas en una sola persona”. Esta formulación es el logro de un largo proceso de inculturación de la fe en aquel judío excepcional en el que sus discípulos intuyeron el rostro mismo de Dios.